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Crítica:CLÁSICA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Ganó la música

No le gusta a Maria João Pires el formato del concierto tradicional. Por eso no quiere aplausos entre unas obras y otras, manda suavemente callar al público -que se azora un tanto y se queda como sin saber qué hacer, toses nerviosas incluidas- y se bebe un vaso de agua colocado en una mesita ad hoc. Junto a la misma, un sillón en el que se sentará el violonchelista para escucharla en la última obra del programa haciendo que el respetable, quieras que no, se distraiga con el convidado. La cosa quiere ser informal pero es un poquito envarada, acercar pero aleja y cohibe.

¿Por qué tocar casi sin pausa musicas tan distintas entre sí como las Danzas argentinas de Ginastera, la Sonata 208 de Scarlatti y la D664 de Schubert? Y más aún cuando las dos primeras obras no eran habituales en los recitales de la pequeña gran portuguesa y se necesitaba pensar un poco los porqués y los cómos. Ambas -en buenas pero no arrebatadoras lecturas- acabaron por servir para calentar dedos y ambiente para un Schubert antológico en el que sí refulgió todo el arte que Pires lleva dentro. Pocas músicas tan hermosas y tan como hechas para esa vida interior que revela siempre la profunda musicalidad de esta pianista de personalidad ciertamente única.

Maria João Pires, piano

Con Pavel Gomziakov, violonchelo. Obras de Ginastera, Scarlatti, Schubert y Beethoven. Teatro Real. Madrid, 8 de octubre.

La segunda parte se abrió con otra muestra del inconformismo programador de la artista: la Sonata Arpeggione de Schubert. En ella lució bello sonido y línea depurada -estupenda la transición entre segundo y tercer movimiento- el violonchelista Pavel Gomziakov, que colabora con Pires en su proyecto Art Impresions, una suma de danza, teatro y música. Cerraba la sesión, la Sonata op. 110 de Beethoven, y allí volvimos a subir a las alturas del arte de verdad, sobre todo en las dos fugas finales con su Adagio intercalado y esos fortissimi limpios y rotundos que parece mentira puedan salir de ese cuerpo tan menudo. Eso es la música sin aditivos -como lo fue en el primer Schubert- y lo demás un juego más o menos accesorio, la búsqueda de una forma de comunicarse mejor que no acaba de funcionar.

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