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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

La calle de los escritores perdidos

He recorrido la acera de arriba abajo varias veces, y ni por esas. A un lado, el Portal de Santa Madrona. Al otro, la avenida de las Drassanes. Estoy en el extremo oriental del antiguo barrio chino, en la calle del Cid. Hoy en día un lugar de casas modestas y árboles en las aceras, donde las obras y los solares comienzan a adueñarse del paisaje. Ante sitio tan anodino cuesta imaginar que estamos en la vía barcelonesa más retratada por la literatura. Y no sólo por autores locales, como Juan Goytisolo, Vázquez Montalbán o Josep Maria de Sagarra, en su indiscutible obra maestra Vida privada. También por autores foráneos que, al llegar a la ciudad, se sentían irremediablemente atraídos hacia este rincón.

Nadie diría hoy que la modesta calle de Cid fue el punto más literario de Barcelona

¿Qué tenía esta modesta callecita para despertar tanto interés? La respuesta es bien sencilla: diversión, personajes estrafalarios y gente de vida poco convencional. El sueño de todo escritor. En las primeras décadas del siglo pasado, junto a estos adoquines se apiñaban tres de los locales más famosos de Barcelona. Si lo que uno buscaba era jarana iba a La Taurina, tablao flamenco de rompe y rasga donde empezó la célebre Carmen Amaya. Si lo que se quería era un local de ambiente, Can Sagristà ofrecía mil ocasiones para salir del armario. Y reinando sobre todos ellos -rey indiscutido del Distrito V- el cabaret La Criolla. Lugar mítico donde se daba cita la prostitución -homo o heterosexual-, la venta de drogas o de armas, los encuentros más insólitos, el baile muy agarrado y los espectáculos de transformistas. Noche tras noche, congregaba en su barra a una multitud de mirones, que habían llegado tras cruzar un dédalo angosto de callejones mal iluminados -tapizado de garitos lúgubres, pensiones baratas y tiendas de gomas y lavajes-, que rivalizaba con los puertos de Nápoles o Marsella en emociones fuertes.

La marcada originalidad del vecindario y la contundencia canalla de sus locales fue un polo de atracción para muchos aventureros, sobre todo tras el éxito de un sinfín de folletones populares, ambientados en el barrio chino por novelistas hoy olvidados como Francesc Madrid. Esta fama muchos artistas locales la aprovecharon para epatar al forastero. Salvador Dalí, por ejemplo, fue el cicerone de una sonada excursión por el lugar, a la que asistió la plana mayor del surrealismo, con André Breton, Man Ray y Paul Eluard a la cabeza. Otros vanguardistas ya habían llegado antes, como los dadaístas Arthur Cravan, Francis Picabia, Marie Laurencin y Albert Gleizes, que se habían refugiado en la capital catalana durante la Gran Guerra y que conocían de sobra los alicientes de la zona.

A su rebufo, con estas esquinas fantasearon los franceses René Biset, Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Paul Bourget, Georges Simenon, y el pintor y escritor, afincado en Tossa, André Masson. Así como el suizo Max Frisch, el alemán Thomas Mann, el italiano Mario Soldati. Y el británico Rupert Croft-Cooke, icono gay y uno de los primeros descubridores literarios de la ciudad de Tánger. Así hasta que este distrito alcanzó su máxima proyección internacional con los libros Primavera de España, de Francis Carco; El azul del cielo, de Georges Bataille; La bandera, de Pierre Mac Orlan, y Una bala perdida, de Joseph Kessel, entre otros. O Al margen, de André Pieyre de Mandiargues, donde recreó sus recuerdos de los años treinta en una historia de suicidios. Novelas, todas ellas, con descripciones del barrio y del célebre local de la calle del Cid.

Este caudal narrativo lo retomaría -en plena Guerra Civil- un puñado de escritores que vinieron a luchar por la República, entre ellos Ralph Bates, André Malraux, Claude Simon, Benjamín Peret, Mary Low, Franz Bokernau y el soviético Illya Ehrenburg, que dejó escritas sus impresiones sobre La Criolla, a la que calificó como un penoso espectáculo para burgueses locales y conservadores franceses. Sin nombrarlos, Ehrenburg se debía de referir al reaccionario Henri de Montherlant o al pronazi Paul Morand, que también habían escrito sobre el lugar.

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Todos harían famoso el barrio chino. No obstante, como ya debe de advertir el lector avezado, sólo dos de ellos consiguieron ganarse un lugar en la memoria colectiva. Paradójicamente, los más inquietantes: el suicida frustrado de Mandiargues y el cliente habitual de La Criolla Jean Genet, ambos con plaza dedicada a pocos pasos de aquí. El joven Genet malvivió en Barcelona prostituyéndose y robando. Esta experiencia la rememoró en Diario de un ladrón y Querelle de Brest (esta última inspirada, al parecer, en un prostíbulo cercano).

Ante tan apabullante lista, la desvaída silueta de esta calle me parece todavía más impactante. Nada recuerda al transeúnte que estas aceras divirtieron e iluminaron a algunos de los mejores escritores del siglo XX. Resignado a su espíritu melancólico, sigo recorriendo el asfalto, de arriba abajo, pero ni por esas. Definitivamente, nadie diría que esta modesta travesía es, seguramente, el punto más literario de Barcelona.

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