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¿Qué nos interesa, atraer empresas o personas?

Antón Costas

En ocasiones me asalta la idea de que algunas medidas que se proponen desde algunos partidos o grupos políticos catalanes forman parte de un descabellado experimento diseñado para ver hasta dónde la economía puede soportar los efectos de malas políticas sin llegar a hundirse o quedarse rezagada en la carrera de la innovación y del progreso.

La última vez que esta idea ha vuelto a mi cabeza fue la semana pasada, al leer en este diario que la comisionada de Universidades de la Generalitat, Blanca Palmada, de ERC, iba a proponer a las universidades una prueba de catalán y de castellano para todos los alumnos que vengan de fuera, ya sea del resto de España o del extranjero, y que quieran estudiar en Barcelona o en el resto de Cataluña.

Parece que finalmente la comisionada ha decidido no plantear la propuesta. No sé si ha sido debido al hecho de que el Ministerio de Educación le advirtió de su ilegalidad, o a que algunas universidades de Barcelona han manifestado su oposición, o que la han convencido de la inconveniencia de esa medida. Pero como es probable que tarde o temprano se vuelvan a proponer esta u otras medidas similares, vale la pena preguntarse por los efectos de este tipo de propuestas y cuáles pueden ser sus motivaciones.

Aun cuando pueda haber sido el más convincente, dejaré de lado el argumento de ilegalidad señalado por el ministerio. Quiero creer que, más allá de lo que la legalidad permite a la Generalitat hacer o no hacer con sus competencias, el sentido común y la racionalidad aún tienen cabida en el proceso de toma de decisiones políticas. Por eso me parece más interesante ver los argumentos utilizados por las universidades de Barcelona.

Según decía la noticia, en la Universidad de Barcelona no se ve "necesaria ninguna prueba de idiomas para nadie (ni al resto de españoles ni a los extranjeros) dado que, aun cuando la mayoría de las clases son en catalán, los alumnos se adaptan y aprenden el idioma para seguir las clases". El argumento utilizado por la Universidad Autónoma de Barcelona es más sustantivo: "Es una medida proteccionista. Nos interesan alumnos con talento, los mejores, sean de donde sean".

Es decir, por un lado es innecesario y, por otro, no es conveniente, porque lo que nos interesa es que vengan los mejores. Eso es lo que están intentando las mejores universidades del mundo, los gobiernos de los países desarrollados y las empresas multinacionales: andan a la búsqueda del talento y de profesionales y trabajadores bien formados, vengan de donde vengan.

De hecho, la historia industrial de Barcelona y de Cataluña en las dos últimas centurias nos dice que la base de su éxito ha sido su capacidad para atraer a personas de fuera. Eso es también lo que dice de la historia de otras ciudades exitosas. A aquellos que duden de que lo importante es atraer personas les recomiendo que lean un ensayo de Edgard L. Glaeser, profesor de la Universidad de Harvard, sobre la reinvención de Boston, un buen modelo para Barcelona. En ese ensayo, el autor concluye que la reinvención exitosa exige dos cosas. La primera es fortalecer su capital humano, que es lo más valioso durante los periodos de transición, porque sus habilidades crean flexibilidad y capacidad para reorientarse hacia nuevas actividades. La segunda es atraer a nuevos residentes, que es más importante que atraer empresas.

En este sentido, el discurso político de algunos segmentos del nacionalismo sobre cómo hacer progresar económicamente al país cae en una contradicción. Por un lado, quiere atraer empresas de otros países para que se instalen en Cataluña. Pero, simultáneamente, hace todo lo posible por desincentivar que vengan las personas. Y, como vemos, lo importante es atraer a los mejores, a los más dinámicos, a los que quieren asumir riesgos.

De hecho, muchas de las empresas catalanas que en el pasado lideraron el crecimiento de Cataluña fueron creadas por gentes venidas de fuera. Y continúa siendo así. Fijémonos si no en algunas de las iniciativas empresariales más exitosas de las últimas décadas, como es, por poner un solo ejemplo, el caso de Mango, que ha sido el que ha renovado el sector textil catalán.

Son estas nuevas empresas, creadas por las personas dinámicas y ambiciosas que vienen y se quedan a vivir aquí, las que más nos interesan. Porque son las que echan raíces y soportan mejor los procesos de deslocalización. Las otras, las multinacionales que vienen de fuera, bienvenidas sean, pero son más susceptibles de deslocalizarse cuando pierden su ventaja competitiva inicial.

Si no hay problema con la lengua y si nos interesa atraer a los mejores, ¿por qué ese trabajar afanosamente contra el progreso económico y social?

Se trata de una forma de proteccionismo. No del viejo proteccionismo del siglo pasado que buscó reservar el mercado interior de bienes -el catalán y el del resto de España- para los productos catalanes, vascos o castellanos. Ahora lo que se trata de proteger es el mercado de trabajo, en particular los puestos de trabajo de las administraciones públicas.

La Administración pública catalana -la de la Generalitat, la provincial, la local, la de la Seguridad Social y la de las universidades- es el mayor empleador de Cataluña, a grandísima distancia de los demás sectores productivos. Esa es una reserva de empleo extraordinaria. Y si se puede proteger de los que vienen de fuera, es además una reserva de votos. Así de sencillo. Lo otro es retórica política para ocultar ese proteccionismo.

Imaginemos que la directiva del Barça antes de contratar a los mejores les hiciese una prueba de catalán. Sin menospreciar la valía futbolística de los nuestros, difícilmente el equipo estaría en la élite del deporte mundial.

Si es bueno para el Barcelona atraer a los mejores jugadores, hablen la lengua que sea, ¿por qué no va a ser bueno para las universidades, para las empresas, para el país?

Puedo entender que desde una óptica personal o de grupo se defiendan medidas proteccionistas que reserven un segmento importante del mercado de trabajo para determinados intereses privados o de grupo. Pero una fuerza política que se dice progresista no puede defender esas medidas proteccionistas. Porque está perjudicando los intereses generales, la capacidad de innovación y el progreso del conjunto del país.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.

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