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Columna
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Amores platónicos

Pongo la radio, y en el magacine que conduce una gran profesional el tema de la tertulia radica en el acto de tocarse, en tocarnos, en el tocamiento general. Comprendo que abordamos un tema inobjetable: ¿quién puede estar en contra de tocarse? De hecho, encuentro en la trastienda de mi mente motivos persistentes (en algún caso obsesivos) para emprender tocamientos diversos, tocamientos que no en todos los casos serían confesables. Claro que el secreto nada tiene que ver con orientaciones para las que no he sido llamado: hablo de tocamientos más bien convencionales, pero que afectarían a personas concretas, y lo que suele ser aceptable cuando atañe a la humanidad en abstracto siempre torna impedimento cuando afecta a personas de carne y hueso (de carne, sobre todo).

El debate sobre el hecho de tocarnos y sobre el tocamiento comienza con la entrevista a un especialista. El experto (siempre hay un experto en algo) dirige un taller psicopedagógico que instruye a la gente acerca de cómo tocarse. Habla de cuándo y cuánto hay que tocarse. Cómo deberíamos tocarnos, nosotros a nosotras, nosotras a nosotros, nosotros a nosotros, nosotras a nosotras, y nosotros o nosotras a nosotros y nosotras, en versiones cooperativas, masturbatorias o de otro orden. Los tertulianos obran en consecuencia e insisten en que deberíamos tocarnos más y en lo poco que, de hecho, nos tocamos. Vuelven a atravesar mi mente tocamientos proscritos. Asumo la teoría con la misma certeza con que me resigno a que su práctica coherente es imposible: en eso basa la modernidad su hipocresía.

Pero de pronto una de las tertulianas, originaria de un país islámico, aborda las singularidades de su cultura sobre el tema que nos ocupa. Como buena nativa de cualquier país, no tiene problema en criticarlo sin los remilgos que pondría un extranjero. ¿Qué es eso de tocarse? En su país nadie se toca. Los novios no tocan a sus novias y las novias no tocan a sus novios. Por supuesto ni siquiera refiere otros tocamientos, que en la moral de ese lugar resultan inconcebibles. La tertuliana no ahorra críticas a la cultura de la que procede, al control social que oprime a las parejas, y dice cosas aún más tristes: que después del matrimonio tampoco nadie se toca demasiado, porque entonces no hay verdaderas caricias, sino sexo expeditivo, bajo el mando del varón. Es tal la represión colectiva que la seducción apenas se ejercita con la mirada. Los ojos multiplican esa actividad que a los cuerpos les está prohibida.

Los tertulianos escuchan temerosos, paralizados por la corrección política. ¿Qué decir ahora? Por fin uno de ellos decirse lanzarse en picado: "O sea, que en tu país el amor es más romántico que en el nuestro, ¿verdad?". Presiento que la bóveda del cielo va a resquebrajarse y caer en pedacitos, que vamos a asistir a una detonación, pero no, no pasa nada. "No sé si es un amor tan romántico", replica, casi fastidiada, la tertuliana de origen islámico; "además, en mi país la infidelidad es imposible". Y a través de las ondas se adivina que los compañeros de tertulia lo ven todo difícil, miran hacia otra parte, hacen como que silban. ¿Cómo salir de una situación tan embarazosa? ¿Por qué no tener ahí a un católico contra el que despacharse a gusto? Hay que salvar la situación como sea, de modo que otro de los tertulianos emprende un nuevo vuelo en picado, aunque ya nadie recuerde que la conversación había empezado con aquello de tocarse, y de tocarnos, y de si nos tocamos así o asá. "Es decir", dice por fin el kamikaze, "que en tu país aún es posible el amor platónico". Y esta oportunidad no la deja escapar un contertulio no menos arrojado: "Cuánto tenemos que aprender de otras culturas".

La tertuliana de origen islámico les ha dicho la verdad, pero ellos han entendido "amor romántico", ellos han entendido "amor platónico". Al menos han tropezado con una frase verdadera: cuánto hay que aprender de otras culturas. Pero qué difícil resulta para el que no ha aprendido nada de la suya.

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