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Columna
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Verdad y emoción de Ortiz de Elguea

Emociona contemplar la exposición del pintor Carmelo Ortiz de Elgea (Vitoria, 1944) en la Fundación Caja Vital de la capital alavesa. En estos tiempos donde priman el vídeo -da igual la calidad de los resultados- y las instalaciones, es de agradecer que existan todavía artistas que nos hagan amar la pintura.

Sobre un fondo de paredes pintadas totalmente de negro, las formas y colores de los 58 cuadros de la muestra restallan ante la mirada del espectador, al punto de subyugarlo con envolvente atracción, sobre todo cuando se trata de los cuadros de grandes dimensiones. Para poder conseguirlo se necesita una chispa especial, un especial temple artístico como el que acredita Ortiz de Elgea.

Aunque el artista ha buscado la verdad antes que la belleza, ésta surge a su pesar

Desde su inicios como pintor, la naturaleza ha sido su gran maestra. Dentro de ella se ha sentido como pera en almíbar. Pero nunca con la intención de pintarla tal cual, sino empeñado en su transformación mediante el poder de la fantasía. Y así, lo que era naturaleza normal ha sido cambiada para que surjan paisajes de extrañas geologías, con lagos y acantilados no menos extraños, más espacios abiertos impulsados por cuevas secretas, iluminados los conjuntos por cielos de sugestiva ficción. Elgea nos ha descubierto la parábola de la irrealidad; esa parte de la realidad que mejor y más ampliamente explica el resto de la realidad. La alquimia de esa transformación es lo que emociona, porque tiene su origen en la pasión del artista por pintar. Dicho de otro modo: por la pasión de pintar se consigue emocionar al espectador.

Las formas apasionadas de los trazos corren en paralelo con los potentes colores impostados en cada obra, siempre bajo el aura de lo poético. Porque si bien Ortiz de Elgea ha buscado en todo momento la verdad antes que la belleza, ésta surge a su pesar.

A propósito de belleza, conviene reparar de qué manera conviven en una misma obra los acentos suaves con los acentos más violentos; las partes sutiles junto a las partes detonantes. Esa convivencia tiene su razón de ser debido a que el artista ha tomado la ternura como el descanso de la pasión. Ese mundo dual de sensaciones lo ha resuelto con altísima nota. De ahí que se haya tenido que hablar a lo largo de estas líneas de la enorme atracción que supone para el espectador la contemplación de las obras elgeanas.

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Su manera de entender la pintura tiene como norma inquebrantable dar mucho en cada obra. Lejos está de la filosofía de no pocos artistas contemporáneos nuestros, quienes desean que se les tome por más de lo que son merced a los tres o cuatro únicos trazos protagonistas en cada obra.

Sorprende y mucho que no se haya editado catálogo alguno para esta ocasión. Si alguien ha considerado que esta es una exposición cualquiera, le rogaría que se fijara en obras cuyos títulos son Araba I (2004), Torsos, La caza, Después de la batalla, Roca viva, La ciénaga (todos de 2005), Acantilado en el cielo, Paisaje vegetal, Huellas y figuras, Kantauriko zernak (todos de 2006), por citar unos pocos. Hay que hacer un aparte en la media docena de cuadros sobre tema religioso. Pese a su ampulosa aparatosidad, no llegan a la calidad del resto, a excepción del titulado Descanso.

Mientras veíamos la muestra, una y otra vez venían al recuerdo cinco artistas de la generación de Ortiz de Elgea, y no otros. Recordábamos junto a él a los Amable Arias, Balerdi, Bonifacio, Juan Mieg y Zumeta. Todos ellos adscritos a la pasión por pintar y vivir para pintar. Tanto como las de Elgea, también sus obras rayan a gran altura, cada uno con personalidad propia.

Puede decirse que todo ellos son componentes de una generación luminosa en la que el arte tenía sentido. Y diría más: ellos eran el sentido mismo.

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