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Columna
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Melancolía

Ha llegado el otoño y se impone la melancolía. Sí, lo suyo es ponerse melancólico, como lo demuestra que la primavera llegue al Corte Inglés, pero el otoño no; la melancolía no vende. Bueno, también está toda esa literatura que le hunde a uno en el esplín estacional. A mí el otoño me ha pillado en el campo. Lucía el sol abrasando, pero por debajo corría un aire frío, es decir, que había un clima de dos capas: durante una fracción de segundo sentías el calor y a la siguiente, pero casi solapándose, el frío. Nunca había experimentado nada igual, me estaba diciendo cuando por encima de mi cabeza planeaban los buitres proyectando la sombra de la muerte. Los aparté, quiero decir de mi mente, porque allí seguían evolucionando por el cielo como lentos veleros con plumas.

Atrajo mi atención entonces una planta trepadora y no le vi segundas intenciones ni la identifiqué con Markel Olano, sino que me trasladó a la infancia cuando decidí llamarla adelfa no se por qué. Desplegaba unas flores como anémonas o soles filamentosos con brillo de leche condensada. Pasé por encima de lo que podía ser una evocación de la mala ídem y me argumenté que a lo mejor tenía todo el derecho de llamarlas adelfas aun a sabiendas de que no lo eran, porque para algo uno lleva encima la pesada carga del vocabulario que le constituye (sé que aquellas plantas viajan en mí asociadas a una chavala de mi edad -¿ocho, diez años?- que se moría y a la que visitábamos en su casa situada en medio de una huerta con setos y adelfas). Hundido hasta las trancas en la melancolía, distraje la mirada hacia el soporte de la planta oportunista y, claro, con semejante prolegómeno tuve que enfrentarme a que eran pacharanes, enormes arbustos de endrino, pero estaban enfermos -"Les ha entrado la araña", me habían dicho- y tuve que cogerme a un más que dudoso juego de palabras, arañones con araña, para alejarme de la imagen que me había vuelto acerca de malas copas, de anises con mono. Eché a correr preguntándome dónde caería Lejos del Mundanal Ruido, un municipio, al parecer.

Se trataba más bien de una aldea, y cuando entré en ella enseguida me percaté de que era global. Un tipo jugaba convulsivamente a la Bolsa en la tasca aporreando su portátil; más allá discutían sobre la mala leche del patrón de Alonso y un abuelo se apoyaba en una garrota de marca. Cambié de parecer y me dirigí a la aldea global, pero allí también celebraban las fiestas con vaquillas y lanzándose salsa rosa o tomate, cualquiera sabe.

Fue en aquel preciso instante cuando colegí que debía de ser otoño porque no me salvaba de la melancolía ni siquiera la felicidad de huir del mundanal ruido, puesto que allí también había quads y quods: quodlibet, quod erat demostrandum... La gente comentaba lo rápido que Madrazo -el inefable Madrazo- había cogido el, hum, incentivo económico propuesto por Zapatero para los jóvenes en busca de alquiler, y algunos ya estaban pensando mudarse a una comunidad tan generosa, pese a uno que advirtió que tanta avaricia por parte del susodicho podía romper el saco porque la UE estaba harta de tanta vacación fiscal tanto Concierto incomprendido, etcétera.

No le hicieron caso. El más listo ya estaba pensando alquilar su casa a su propia hija para sacar una pastabela hasta que la muchacha decidiera que necesitaba cambiar de aires y le reclamara lo, hum, recaudado. Se le conoce por picaresca, a lo de Madrazo y a lo del listo, pero, mira por dónde, es patrimonio nacional, es decir, que no ha sido transferido -todavía- a las distintas autonomías. Y así, de lo general a lo particular, de la aldea a la vivienda, del agro al agrio, posara la vista donde la posara, sólo descubría motivos para la melancolía. La propia ausencia de setas ahondaba el sentimiento de murria, porque una seta siempre te alegra la sartén. Olvida la melancolía y céntrate en el otoño, me reconvine, pero como estaba recién estrenado no había hojas volanderas ni cielo plúmbeo. Eso sí, había uvas, mordí una y felizmente no eran de la ira.

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