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Fútbol | El Camp Nou cumple 50 años
Columna
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La casa que hereda Messi

Enric González

Roberto Fontanarrosa, el mejor escritor de fútbol de todos los tiempos, desapareció el 19 de julio de este año. La gran comitiva fúnebre que acompañaba al féretro partió al día siguiente hacia el cementerio de Granadero Baigorria, con parada en el Estadio Gigante de Arroyito. El estadio de Rosario Central, los canallas, fue el auténtico hogar de Fontanarrosa.

El acontecimiento más importante en la historia de los canallas no ocurrió en el Gigante, sino en el Monumental de Buenos Aires, la casa de River Plate. Fue en el Monumental donde, el 19 de diciembre de 1971, Aldo Poy realizó su palomita. Central y Newells, los leprosos, disputaban una semifinal de copa, y el gol de Aldo Poy dio la victoria a los canallas. ¿Poca cosa? Cada 19 de diciembre, los canallas organizan una gran fiesta, invitan a Poy (que tiene ya 62 años) y le pasan un balón para que reproduzca, por enésima vez, aquella palomita. El gol vuelve a celebrarse, año tras año. Y su eco sigue resonando en el Gigante, aunque fuera marcado en el Monumental.

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El viejo Casale, protagonista de un célebre cuento de Fontanarrosa, murió, se supone que feliz, el 19 de diciembre de 1971, minutos después de ver el gol de Poy. Cuando el féretro de Fontanarrosa se detuvo ante el Gigante, cientos de canallas, con la camiseta azul y amarilla, le despidieron con una ovación.

Un estadio es una cosa muy seria. Ningún estadio se parece a otro. Y la arquitectura, en materia de estadios, constituye un elemento secundario. Anfield, el estadio del Liverpool, es pequeño y contrahecho. Pero nadie puede evitar un escalofrío cuando, en el camino de los vestuarios al césped, toca la placa que colocó Bill Shankly, This is Anfield, "para recordar a nuestros muchachos qué camiseta defienden, y a nuestros adversarios contra quién juegan".

Los estadios se hacen, en realidad, con emociones. Con historia y con personas. La casa que construyó Kubala, la casa que acogió a Cruyff, Maradona y Romario, la casa que hereda Messi, acumula ya 50 años de mística particular. El Camp Nou es célebre en todo el planeta, recibe a millares de turistas y causa impresión al primerizo: tan grande, tan lleno, tan luminoso.

Sobre el Camp Nou flota, sin embargo, una nube fría. Quizá porque los catalanes hemos incorporado a nuestro ADN un histórico déficit institucional, tendemos a convertirlo todo en institución. En el estadio-institución se goza y se sufre con escepticismo. Se exige, se tolera, se rechaza. Se soporta mal la contrariedad. Se mantiene la cabeza clara. El carácter institucional dificulta la embriaguez del alma y favorece un sonido peculiar, una mezcla de siseo y chasquido de lengua, un zumbido que puede ser alegre o triste, pero está más cerca del silencio que del estallido.

Cada 16 de mayo habría que hacer una fiesta e invitar a Rexach y Carrasco (ambos están a mano) para que reprodujeran, como Aldo Poy, los dos goles de la prórroga de Basilea, aquella final tan hambrienta, desquiciada y trascendental. Si el Camp Nou sonara como sonó una vez, en 1979, un estadio de Basilea, sería el mejor estadio del mundo.

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