La protección penal de la dignidad de la persona
En el artículo publicado en este periódico el día 5 de este mes con el título La Corona y la libertad de expresión, mi buen amigo el profesor Joan Queralt ha tenido la gentileza de comentar uno mío publicado el mes pasado en estas mismas páginas. Dice el profesor Queralt que le causa cierta desazón disentir de mi criterio en un tema sobradamente conocido: el de la calificación jurídica que merece la portada de una revista que ya no precisa ser citada. A mí también -y seguramente con mayor razón- me inquieta no coincidir con él. Pero el afecto y respeto intelectual que le profeso me impulsan a volver sobre el tema, aunque no desde la perspectiva de la libertad de expresión, sino desde la elegida por el profesor Queralt, que es la naturaleza y el sujeto pasivo del delito de injuria. En un primer momento trascendió a los medios de comunicación que el Fiscal había indicado en su denuncia, como artículos del Código Penal en que sería posible subsumir el hecho denunciado, el 490.3 y el 491.2. Recientemente he leído que en las conclusiones provisionales del Fiscal se ha optado por el segundo de dichos preceptos, seguramente porque se ha entendido que la alternativa no se plantea entre los dos artículos mencionados, sino entre los apartados 1 y 2 del 491 y que, en el concurso de estos, debe ser preferida la norma especial -la del art. 491.2- a la genérica. Pero con independencia de esta concreción, que sin duda tiene su importancia, lo que está claro es que el Fiscal sigue considerando el hecho como injuria al Príncipe heredero de la Corona. Una calificación correcta a mi juicio por más de una razón.
Pienso, en primer lugar, que delitos contra el honor no lo son solamente las acciones o expresiones que convierten al ofendido en proscrito porque le hacen imposible la vida en comunidad. Esta es la modalidad más grave de dichas infracciones, la calumnia, en que la proscripción puede ser el efecto de la imputación falsa o temeraria de un delito. Pero si la protección penal del honor se detuviese en la calumnia, no se valoraría suficientemente el bien jurídico de la dignidad que se manifiesta en el derecho al honor. Y debe tenerse muy en cuenta que la dignidad de la persona tiene tanto valor en una sociedad democrática que el art. 10.1 de nuestra Constitución la menciona en primer lugar entre los fundamentos del orden político y de la paz social. Por eso, un ataque a la dignidad de otra persona como la injuria, de la que no se sigue necesariamente para el ofendido la expulsión virtual de la sociedad en que vive, constituye también delito si es grave y falta si es leve.
El Código Penal de 1995, en el art. 208, ha simplificado la antigua regulación del delito de injuria situando en el núcleo de su definición la lesión de la dignidad y reduciendo a dos las formas en que la lesión convierte en penalmente ilícita la acción o expresión injuriosa: el menoscabo de la fama del ofendido y el atentado contra su propia estimación. Menoscabar la fama de una persona es dañar su imagen pública, su reputación o prestigio, daño que puede ser tanto más sensible cuanto más relevante sea el papel que aquélla desempeñe en el sistema social. Atentar contra la propia estimación de una persona es actuar con desprecio a la exigencia de respeto que nace en ella de la conciencia de su propia dignidad. Lo primero, el daño inferido a la imagen pública o prestigio, se aprecia con relativa facilidad por su objetividad, sin que sea preciso hacer un estudio "de campo" para comprobar la extensión que ha llegado a alcanzar. Por su parte, para saber si se ha producido lo segundo, el atentado contra la propia estimación, sólo se requiere una reflexión, al alcance de cualquier mediano observador de la realidad social, sobre el respeto a su dignidad que exige el ciudadano medio para gozar del indispensable grado de bienestar moral a que tiene derecho, descartando tanto la exigencia que surge de una sensibilidad enfermiza como el desentendimiento propio de una sensibilidad adormecida. Seguramente uno de los datos que más pronto descubrirá la reflexión será el firme deseo de poner a salvo de las miradas -y no digamos de las burlas- de los demás la esfera más escondida de la propia intimidad, aquella en que se expresan los sentimientos y afectos más profundos. O, dicho de forma más concreta, no ofrecerá duda alguna que el ciudadano medio de este país tendría por gravísimo atentado a su dignidad que alguien se atreviese a reproducir y a exhibir, proponiéndola a todos como objeto de escarnio, su imagen y la de su esposa realizando el acto sexual. Bastan las anteriores consideraciones, inspiradas en la que creo una razonable interpretación del art. 208 del Código Penal, para que sea ocioso cualquier esfuerzo argumentativo orientado a sostener que es rigurosamente correcto calificar de delito de injuria la portada de referencia.
La otra cuestión a resolver es la de quién puede ser sujeto pasivo de los delitos contra el honor. En principio, estoy de acuerdo con el profesor Queralt en que las instituciones no lo pueden ser porque el honor esun bien personalísimo, aunque no puedo pasar por alto que el Código Penal incluye entre los delitos contra las instituciones del Estado las injurias y calumnias proferidas contra las mismas. El problema, sin embargo, puede ser esquivado en este momento porque todos los delitos contra la Corona, comprendidos entre los arts. 485 y 491 del Código Penal, tienen como sujetos pasivos directos a las personas físicas que la encarnan y sólo indirectamente afectan a la institución. En lo que no estoy de acuerdo es en que haya alguna dificultad en tener a aquellas personas como sujetos pasivos de los delitos contra el honor, derivada de que supuestamente no son como las demás. Sostengo firmemente que sí son como las demás y que su dignidad, que nace de la persona y no de su estatus, es la misma que la de todos los ciudadanos, por lo que también debe ser la misma la protección penal que se le dispense. Así lo ha entendido nuestro legislador, puesto que en el Código Penal la pena señalada al delito básico de injuria a las personas que encarnan la Corona -el tipificado en el art. 491.1- es sólo ligerísimamente superior a las establecidas para los delitos genéricos de injuria. Las únicas diferencias significativas en el tratamiento penal de una y otra clase de injurias son que las dirigidas contra las personas reales siempre constituyen delito -nunca falta- y que, para su persecución, no es precisa querella o denuncia del ofendido, lo que parece lógica consecuencia de que en estos delitos se ofende simultáneamente a la persona y a la institución.
Y tampoco puedo estar de acuerdo en que sobre la base del art. 56.3 de la Constitución, según el cual "la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad", quepa preguntar "cómo puede ofenderse a quien es jurídicamente irresponsable". A tal pregunta yo respondería sencillamente que como a cualquier otra persona. Ante todo, puesto que nos referimos a un delito cometido contra el Príncipe heredero, porque es harto discutible la presunción de que la inviolabilidad del Rey cubre al resto de las personas reales. Esta inmunidad es una excepción al principio de igualdad de todos ante la ley penal y, como tal excepción, no debe ser interpretada extensiva sino literalmente. Y en segundo lugar porque, francamente, me costaría mucho trabajo enhebrar un razonamiento coherente que condujese desde la inviolabilidad e irresponsabilidad de una persona, acordada por motivos estrictamente políticos, a la conclusión de que su dignidad debe quedar excluida de la protección penal. ¿Tendría algún sentido que porque a alguien se le exonera del deber de responder de sus actos ante los jueces, en razón del especialísimo lugar que ocupa en la estructura del Estado, se exonere también del mismo deber a quienes se lanzaren a calumniar o injuriar al primero?
José Jiménez Villarejo es ex presidente de las salas segunda y quinta del Tribunal Supremo.
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