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Columna
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La política-Gargantúa

La política vasca se asemeja a un inmenso Gargantúa voraz que se va tragando a sus protagonistas, que tras el bocado intentan un último alarde de existencia y luego desaparecen engullidos. Como Cronos deglutiéndose a sus hijos, los tritura. Lo que sucede en el País Vasco no tiene parangón. En vano se buscará en otros sitios de España tal colección de traumas políticos, sea por rupturas, abandonos de partido, escisiones. El último caso es el de Imaz, que tiene la singularidad de que se ha autodefenestrado y echado la toalla para no dar la batalla que rasgue al partido.

Es otra cuenta más en ese rosario de la aurora en que suelen terminar las tensiones internas de los partidos vascos. Si retrocedemos, tenemos la salida de Rosa Díez del PSOE, la marcha de Nicolás Redondo, la de García Damborenea, la escisión del PNV que envió a Garaikoetxea al espacio exterior -si bien ha tenido la satisfacción de la victoria postrera de su partido, al absorber ideológicamente al PNV vía tripartito-, las divisiones tribales de EE y los destinos imprevistos de Onaindía o Bandrés. Ardanza también pasó, y lo sorprendente es que no se debió a azar electoral -lo que en otros lares suele tumbar a los políticos-, sino de otra índole. No tienen mucho que ver con los casos anteriores, pero hasta la sedicente izquierda abertzale, de suyo bloque de granito, ha ido alimentando al Gargantúa de la política vasca con Esnaolas, Txemas Monteros y demás.

Estos traumas se han producido al margen de las voluntades electorales

Los citados no son o fueron personajes secundarios, sino, en sus momentos, actores principales de nuestra vida política. Como sucede en el caso de Imaz, su caída o búsqueda de nuevas opciones ocuparon las primeras páginas de los periódicos y fueron noticia nacional de envergadura; en mayor o menor grado, una conmoción, de la que se evaluó sus repercusiones en toda España. En vano se encontrará fuera de la política vasca un grupo tan nutrido de quebrantados, voluntariamente o no, con órbitas de trazados bien diferentes de las que siguen sus partidos madre. Por ahí, más sosos, tienden a desaparecer cuando se agotan los votos o el aguante, y no suelen darse cambios de partido, abandonos desgarradores o apuestas por proyectos alternativos.

El País Vasco tiene mayores emociones. Son decisiones traumáticas, tras estrategias propias no coincidentes con las que ganan en el partido. Indican que, frente a las lecturas mecanicistas de la vida política -esa idea tan vasca de que vamos cumpliendo nuestro destino y que éste es inexorable-, las cosas podían haber ido de forma diferente de los caminos que hemos seguido, y no necesariamente a peor. Ahora mismo abunda la impresión -imagino que menos en el Gobierno tripartito, HB y las cuadrillas de Egibar- de que el futuro se oscurece con la marcha de Imaz, una vez que parece quedar la vía libre para el soberanismo radical. Aunque a ver cómo lo gestionan, pues lo malo de andar espantando para quedarte solo es que luego te llaman espantapájaros y ya no te quitas el sambenito.

Dos circunstancias singularizan a los políticos vascos que deglute el Gargantúa. Ninguno de los casos mencionados vino precedido por una debacle electoral. EE puede ser la excepción, pero sin exagerar, pues más que por caer en votos lo suyo les vino por no subir, como cuando el Athletic cambió al entrenador por no ganar la UEFA, abriendo la espita que casi le lleva a segunda, pero en el caso de EE consumando la faena. Estos traumas, insisto, se han producido al margen de las voluntades electorales. Ha bajado el PNV en las últimas elecciones, pero resulta más verosímil que la responsabilidad la hayan tenido quienes le han ganado en el seno del partido, según han ido las cosas en los distintos territorios. Ardanza lo dejó -o hubo de dejarlo- sin traspié electoral, lo mismo que la defenestración -y escisión- de Garaikoetxea no fue propiciada porque le abandonase su ciudadanía. Ni siquiera la caída de Nicolás Redondo, a cuya marcha sí precedió un relativo fiasco electoral, parece que pueda achacarse a tal revés. No los hubo en los casos de Damborenea y de Díez, en los ámbitos de sus competencias. Tampoco en otros ilustres desalojados por su partido -la nómina de damnificados de este tipo es amplia: Arregi, Sudupe, González Txabarri, Guevara, Oliveri...- su caída en desgracia o rebote por hartazgo puede justificarse por pérdidas de su prestigio político. Al contrario, en general representaban los mejores momentos de su partido en lo que les tocaba. Todo se convierte en una cuestión interna al margen de por dónde va la ciudadanía o la militancia, que no suele tener vela en estos entierros.

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Segunda constante: todos alegan en el momento de su caída, triunfo o metamorfosis que siguen defendiendo las ideas por las que se afiliaron, y que por eso se van o les echan. Queda así la imagen de personalidades de recias convicciones, que las mantuvieron siempre contra viento y marea. Tal colofón de la carrera política se enuncia incluso en los casos de conocidos veletismos, que llevaron a algunos a oscilar entre el vasquismo y antivasquismo o entre el soberanismo y la moderación, pero la última imagen es la que cuenta. Y, en retrospectiva, siempre esas imágenes de rotundidades inquebrantables son falsas, pues a todos les tocó apañar en el mando con unos y con otros (por la paz un avemaría) y relajaron en algún momento sus ortodoxias propias. Afortunadamente, habría que añadir.

Los sucesivos devoramientos de los líderes vascos por el Gargantúa forman parte de nuestras costumbres. Pueden adelantarse algunas explicaciones: lo evanescente de nuestras reglas de juego, una política que ensaya sus estrategias como desarrollos doctrinales al margen de refrendos, el raro atractivo que aquí tienen las ortodoxias, así como la fascinación que produce la pesca de la ballena, que ya hace siglos movilizaba a los pueblos de la costa vasca.

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