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Columna
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Memorias de África

Cuando Theodore Roosevelt dejó de ser presidente de los Estados Unidos emprendió una expedición científica al África ya menos ignota para traer especímenes de todos los órdenes del mundo vivo, por más que los trajera muertos. Ocurrió en 1909 y fue -y es- el safari más grande de los emprendidos en África Oriental. Roosevelt disfrutó muchísimo y aquel viaje alimentó su imaginario durante todo el resto de su vida, hasta el punto de que otro gran explorador africano aseguró que nunca había visto que un viaje pudiera marcar tanto a un hombre. El caso es que cierto día Roosevelt y los mil millones de porteadores y expedicionarios marchaban al acecho de unos búfalos, los siempre peligrosos búfalos, pero al mismo tiempo tenían que evitar las continuas asechanzas de los rinocerontes. En un momento dado, Roosevelt recibió el encargo de situarse a retaguardia para ahuyentar los rinocerontes, pero metiendo el menor ruido posible -generalmente, los rinocerontes insistían hasta que les disparaban-, no fuera a ser que los búfalos se ahuyentaran.

Pues bien, el otro día cogitaba yo si la situación reflejaba mejor aquélla por la que atravesaba Egibar o aquélla por la que atravesaba Imaz (todavía no era público más que el documento consensuado por las dos supuestas sensibilidades del PNV). Evidentemente, una vez que Imaz ha presentado su dimisión y el cierre temporal (dicen) de su carrera política, la experiencia de Roosevelt le viene como anillo al dedo. Aunque no porque deba dedicarse a los safaris africanos -y ni siquiera a los de coger setas en la Ultzama- ahora que ya no es presidente, sino porque el desafío de los rinocerontes y el de los búfalos refleja exactamente su situación de ahuyentar al paquidermo Egibar (con el paquidermillo Ibarretxe) pero sin asustar a los bóvidos. Con la particularidad de que los rinocerontes le han machacado a él.

Por seguir en esta línea de aventuras, el pobre Imaz se asemeja al héroe de tantos tebeos que está tendido encima de una mesa y sujeto con grilletes mientras oscila sobre su cuello un péndulo afilado. Porque el péndulo patriótico no le tiene a él como componente sino como víctima, ya que es falso que oscile entre el soberanismo y el autonomismo. Tal y como están las cosas -por eso Imaz parece que las quería cambiar-, el péndulo patriótico sólo se ha movido, y, si depende de la mayoría, se moverá, entre el muchísimo soberanismo y el muchísimo más soberanismo. Contra lo que haya dicho algún bienintencionado, no resulta raro que Imaz se vaya después de haber consensuado un documento político; se ha tenido que ir precisamente por eso, porque la propuesta aceptada por ambas partes se reservaba siempre el derecho a convocar un referéndum en cuanto alguien sintiera que no se avanzaba en el derecho a decidir. ¿Qué garantías ofrecía el documento de que Arzalluz, Ibarretxe y Egibar se convencieran de que igual se avanzaba tanto como lo que ellos mismos querían?

Pues eso, que el documento de consenso no valía para nada porque no establecía límites no ya a la percepción del avance en el aumento del soberanismo -¡malo, perverso, me estás ofendiendo sólo con decir que la Constitución no permite que convoque consultas!-, sino porque tampoco le ponía un límite claro al propio soberanismo. Y ante semejante tesitura sólo quedaba, o bien prepararles las maletas y los billetes a los rinocerontes para que ingresaran en otro colectivo soberanista -digámoslo más claro, independentista: ahí podrían retozar con hipopótamos como Azkarraga y algún otro paquidermo como las piaras batasunas, a su elección-, o bien coger el portante, y ya no como táctica para forzar algo sino como reconocimiento, ¡ay!, de un imposible.

Y en esas estamos, acudiendo al entierro político de Imaz para el que muchos no tenían vela. O sí, porque emprendieron derivas que sólo podían reafirmar en sus posiciones a los enterradores del hoy tan llorado burukide.

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