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Columna
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Obispos a la ESO

En el parque de Eva Perón, donde, en el siglo XIX, los madrileños se batían en duelo, oigo trinar una calandria que, en sus gorjeos episcopales, da una lección sobre lo que debe ser el bachillerato. Este parque de la calle de Francisco Silvela está a dos pasos de la calle de José Ortega y Gasset, el filósofo madrileño que educó a tantos miles de ciudadanos.

Ha comenzado el curso y me acuerdo de muchos ciudadanos, incluidos los varios obispos de la Comunidad de Madrid, sin excluir, por supuesto, a los obispos auxiliares, porque estamos en un buen momento para llegar a ser personas cultas.

Decía Ortega que una persona culta es aquella que tiene actualizado su bachillerato. Me acerco, pues, a El Corte Inglés de la calle de Goya con intención de comprarme unos manuales de Enseñanza Secundaria Obligatoria (ESO) y compruebo que el público va a comprar los libros de texto como si fuera a las rebajas.

Decía Ortega y Gasset que una persona culta es la que tiene actualizado su bachillerato

Son las diez en punto de la mañana del jueves y cerca de 40 personas esperan a que se abran las puertas para ir al primer sótano donde se venden los libros de texto. Voy con la mayor ilusión a ojear manuales de lengua, matemáticas, ciencias sociales y, sobre todo, los manuales de educación para la ciudadanía con la intención de recomendarles el mejor texto al cardenal-arzobispo de la archidiócesis de Madrid y a los obispos de la diócesis de Alcalá de Henares y de la diócesis de Getafe, que este verano ha sufrido con la publicidad irreverente del Getafe Club de Fútbol. Bajo al primer sótano y sufro la primera decepción del día: los libros de texto ya no se exponen al público, se encargan en julio y en septiembre se recogen. Un amable empleado me remite a las librerías de la calle de los Libreros, donde aún podré ojear libros de texto.

Voy a la calle de los Libreros, abro allí un manual de ciencias sociales y me llevo la segunda decepción del día. Los autores hablan de la Iglesia católica con una gran ignorancia. Dicen que los obispos vivían en el siglo XVI en los conventos. Se ve que los autores ignoran que el clero se divide en secular, sometido a la jurisdicción de arzobispos y obispos, y regular o conventual, que sólo excepcionalmente ha dado cardenales, arzobispos y obispos. Me vuelvo a acordar de Ortega y me pregunto: ¿Debo actualizar mi bachillerato leyendo manuales de bachillerato que, en ocasiones, incluso ignoran cosas elementales? Y, en pleno septiembre, se me enciende una bombilla navideña con villancico incluido. ¿Para qué tengo yo en casa los 20 fantásticos tomos de La enciclopedia del estudiante, editada por Santillana / EL PAÍS, que me explica hasta las propiedades del letal polonio? Leo el jueves pasado dos páginas de física y química y pienso que ya estoy maduro para leer el excelente libro El legado de Juan Ramón Jiménez en la poesía española contemporánea, firmado por Pureza Canelo-Elena Diego (Eds.). El libro reúne ponencias y comunicaciones presentadas en las Jornadas de Estudio sobre el tema que recoge el título del libro. La magnífica ponencia Juan Ramón Jiménez y Albert Einstein: a vueltas con el cronotopo en Espacio y Tiempo, de Juan José Lanz, me informa de que Jiménez tenía en su biblioteca, en Río Piedras, libros del físico. En cuanto leo que la revolución física del siglo XX trae como consecuencia la desaparición de la uniformidad en la naturaleza, tecleo en Google "la Iglesia y la ciudadanía. José M. Castillo" y me aparece en www.ideal.es un maravilloso artículo, publicado en este diario granadino, jienense y alicantino el 9 de septiembre, que la ministra de Educación y Ciencia, Mercedes Cabrera, debería recomendar a todos los profesores y alumnos de España.

El siglo XX ha traído la desaparición de la uniformidad en la naturaleza, pero la Iglesia católica, fundada para oponerse a todas las leyes de la naturaleza, logró con su ancestral intransigencia que un jesuita de tan altísimo nivel intelectual como José M. Castillo tuviera que abandonar esta orden. En este artículo, Castillo resume la bochornosa actitud de los papas de la Iglesia, en el siglo XIX, ante la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada en Francia en 1789. Su feliz secuela, la Declaración Universal aprobada por la ONU en 1948, también a la Iglesia le sentó como una bala en sus hígados que todos los microscopios del mundo, por supuesto, certifican que son divinos.

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