Cualificados
El mar es una tarjeta azul que puede llenarse de barcos o de olas asesinas, de bañistas veraniegos o de cadáveres. A veces se llena de todo a la vez, porque la condición del mar siempre fue la ley confusa de un destino imprevisible, y los barcos se pierden entre las olas, y los cadáveres flotan entre los bañistas, y el color azul se deshace en un gris oscuro camino del negro. Las pateras y los cayucos forman parte de la costumbre de los veranos. Un mar sin uñas y templado invita a los inmigrantes a zarpar desde las rocas de la miseria a las playas del bienestar, aventurándose a una travesía que se cobra sus esperanzas en vidas humanas. Aunque el mar se apiade en ocasiones, a la muerte siempre le queda el instinto cómplice del traficante que, para no arriesgarse, antes de llegar a la orilla, lanza al fondo del mar a unos cuerpos llenos de ojos y de dientes blancos, de piernas entumecidas y brazos paralizados por el miedo y por los chaquetones. Los ciudadanos nos hemos acostumbrado a mirar hacia otro lado, convivimos con la naturalidad de la miseria igual que los ciudadanos demócratas de la Grecia clásica convivían con la esclavitud o los señores feudales con el servilismo. La certeza de que el mundo cuenta hoy con medios suficientes para acabar con las hambrunas y la pobreza vale poco ante el miedo de los países ricos, que ven las necesidades de los otros como una amenaza para su bienestar. Cuando las tragedias ocurren a dos metros de nuestros recuerdos, en las playas de Motril, o en las costas de Cádiz, o en las arenas cuidadas del Cabo de Gata, llegamos a sentir un malestar incómodo al ver infectado por el dolor el territorio de la felicidad. Pero la desazón se calma, pasa rápido, desaparece en la prisa cotidiana y en la idea de que la inmigración es un incordio sin ventajas. Los ciudadanos están convencidos de que la inmigración es un problema para el país que acoge. Importa poco que los datos sociales y económicos demuestren una y otra vez los beneficios que, en una población envejecida y poco inclinada a crecer, produce la llegada incesante de mano de obra joven, con derechos vulnerables, condenada con frecuencia a la ilegalidad y a los sueldos ridículos. Casi nadie parece dispuesto a admitir que la verdadera factura de los movimientos migratorios se paga en los países de origen.
Algunas iniciativas podrían ayudarnos, por su cinismo y su mezquindad, a definir las dimensiones reales del problema. La Unión Europea prepara una tarjeta azul especial, o un mar sin naufragios, para atraer a inmigrantes cualificados. Franco Frattini, vicepresidente de la Comisión Europea, ha adoptado, según él mismo, una postura realista de un modo visionario, para afirmar que "tenemos que mirar a la inmigración como un enriquecimiento, como un fenómeno inevitable en el mundo de hoy, no como una amenaza". ¿Enriquecimiento para quién? Donde más falta hacen los trabajadores cualificados es en los países subdesarrollados, en las naciones con problemas, en los lugares que necesitan gente capaz de trabajar con eficacia y de mantener una ilusión de futuro. Aunque los miedos del bienestar desvíen las preocupaciones, el verdadero drama de la inmigración es otro: los países más heridos están perdiendo desde hace años a sus ciudadanos imprescindibles, a los únicos individuos capaces de levantar unos centímetros la ilusión interior de sus sociedades. La mezquindad política de Estados Unidos y de Europa descansa no sólo en la falta de una ayuda seria en el desarrollo de los países pobres, sino en una política calculada para que los inmigrantes cualificados y su dinero no salgan de las fronteras del bienestar. En esta realidad globalizada pocos inmigrantes aspiran a regresar un día a su país de origen, y sólo en situaciones muy concretas el dinero de su trabajo sirve para consolar la miseria que han abandonado. El desarraigo deja huecos por dentro a los inmigrantes y condena para siempre a sus naciones. Bajo los himnos de la solidaridad y de la globalización, la Unión Europea va a oficializar esta política con su tarjeta azul.
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