Convivencia social, pacto de mínimos y ambición de futuro
La convivencia social, nadie lo pone en duda, es uno de los elementos clave para el progreso de las áreas metropolitanas y, en general, de cualquier territorio habitado. Es un valor que preservar y potenciar.
Lo complicado es llegar a concretar cómo se pasa de lo deseable a lo real en una sociedad que no se caracteriza precisamente por la simplicidad.
En un reciente foro que sobre este tema organizó el Consejo Social de la Universidad Autónoma de Barcelona, que preside la inquieta Rosa Cullell, se puso de manifiesto que uno de los problemas que sobrevuelan las dificultades de esta convivencia radica en los cambios experimentados últimamente en nuestra estructura social y, de una manera específica, en los cambios producidos en los llamados espacios públicos.
Sin planes ambiciosos, una metrópolis puede poner en peligro la coexistencia cívica
En tiempos de monocultivo cultural, el espacio público -la ciudad- no presentaba demasiados problemas. La convivencia y los acuerdos sobre unos valores que se compartían tradicionalmente facilitaban la funcionalidad de unos espacios de convivencia y de intercambios en función de una visión aceptada que permitía una proyección del territorio hacia una voluntad colectiva de futuro.
Este no es, ahora, el escenario normal. El espacio público no es, como antes, un espacio de convivencia y de intercambio. Ahora este espacio público se ha privatizado y, cada uno de sus componentes defiende sus propios valores; sus especificidades y sus singularidades.
Esta diversidad es, evidentemente, una riqueza a la vez que un problema. Si el espacio público es, y ha de ser, un elemento esencial de la convivencia, ¿cómo lo desprivatizamos y le devolvemos su tradicional funcionalidad?
Una de las respuestas mayoritarias de los participantes del foro iba, claramente, por la vía del o de los pactos, tal como expuso el profesor Salvador Cardús. Esto parece una propuesta juiciosa. Dadas las condiciones de nuestra sociedad, los acuerdos entre la multiplicidad de actores parece la solución más acertada.
No obstante, esta propuesta plantea dos tipos de problemas: qué se pacta y quiénes pactan.
¿Qué se pacta? ¿Cuáles son los ingredientes de un pacto en el que intervienen una multiplicidad de actores cada uno de ellos dispuestos a defender sus legítimos intereses y puntos de vista? Parece lícito pensar que el pacto se va a sellar en función de unos conceptos, algo así como el mínimo común denominador. Es decir, un pacto de compromisos que hagan posible una sociedad justa, tal como expuso el profesor Ángel Castiñeira.
¿Quiénes pactan? Aquí el problema es más complejo y la respuesta derivaría hacia una interrelación de actores políticos, sociales y económicos que, en último término, se pondrían de acuerdo sobre unas bases que garantizaran la convivencia sin significar mayores problemas. Es un problema que, en términos actuales, denominamos gobernanza.
La convivencia social se asentaría así sobre las bases de un pacto de mínimos. Probablemente sin problemas, pero de mínimos.
No obstante, el tema no se puede dar por resuelto con un pacto de este estilo. A medio y largo plazo, la convivencia va a depender -más allá de la escenografía de los espacios públicos (una condición necesaria)- de la existencia de unos pactos socioeconómicos sobre una visión de futuro que considere el progreso racional del conjunto de la sociedad en el marco propio de la complejidad actual. ¿Nos podemos imaginar unos pactos utilitaristas de convivencia sin una visión ambiciosa de futuro?
Esto significa que una sociedad concreta -una metrópolis que pretenda jugar en la primera división- ha de saber jugar con unos proyectos ambiciosos de futuro, en la línea de las grandes metrópolis globales. Sin estos proyectos estratégicos, su capacidad de progreso y de generar riqueza puede verse reducida hasta poner en peligro la convivencia social que ha de acompañar, como objetivo irrenunciable, a los demás.
A la inversa, unos pactos de mínimos por la convivencia, sin proyectos ambiciosos de futuro, pueden revertir, a medio plazo, en una conflictividad social aguda sin el marco de referencia que se precisa para aportar la necesaria dosis de esperanza sobre la que redimensionar los pactos.
Supone un toque de atención, por lo tanto, a aquellos políticos que priman, sin más, la convivencia social. El utilitarismo puede ser útil para una sociedad justa a corto plazo. A medio y largo plazo, sin una visión ambiciosa de futuro, se puede convertir en las claves de la conflictividad y la frustración colectiva.
Francesc Santacana es coordinador general del Plan Estratégico Metropolitano de Barcelona.
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