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Deprisa, deprisa

José María Ridao

El hecho de que la campaña electoral para las generales de marzo se haya iniciado con más de medio año de anticipación se ha aceptado como una realidad inevitable, como un fenómeno natural, y ajeno, por tanto, a la responsabilidad de los partidos. Sin embargo, consagrar buena parte de una legislatura a preparar la siguiente convocatoria electoral, avanzando promesas que, muchas veces, no le hacen ascos a la demagogia y el populismo, no deja de ser una singular anomalía. Para empezar, supone que la teoría acerca del funcionamiento de las instituciones no se corresponde con la práctica: el plazo de cuatro años para el que los ciudadanos deciden quién ejercerá el Gobierno y quién permanecerá en la oposición queda reducido a algo más de tres. Si a ello se suman los tiempos muertos del Parlamento, el plazo efectivo del que dispone el Ejecutivo, cualquier Ejecutivo, para desarrollar el programa con el que concurrió a las elecciones se ve severamente recortado. Necesariamente, los fuegos de artificio prevalecen sobre las decisiones a largo plazo, la propaganda va reemplazando a la política.

La precipitación con la que, durante esta legislatura, los partidos se han lanzado a la próxima campaña tiene que ver, seguramente, con una paradoja que ha terminado por ocultar el sostenido ruido ambiente: las principales fuerzas políticas quieren concurrir a las elecciones llevando como bandera unas prioridades que no son las que han enarbolado durante los tres últimos años. Desde esta perspectiva, sólo disponen de siete meses para ejecutar este súbito viraje, este precipitado borrón y cuenta nueva. Se multiplican las apariciones públicas y las declaraciones de los responsables políticos, pero sólo para guardar silencio sobre los asuntos que habían llegado a convertirse en sus respectivas cantinelas, en sus particulares obsesiones. Hasta el punto de que el discurso político es hoy tan significativo por lo que ha dejado de decir como por lo que efectivamente dice.

El Partido Popular tuvo claro desde el principio que el terrorismo y la unidad de España serían los ejes de su oposición. En realidad, se trataba de una continuación, de una herencia de su época en el poder. Baste recordar que la negativa a reformar la Constitución o los Estatutos -no porque nadie hubiese propuesto todavía su reforma, sino porque se había decidido convertirlos en textos sagrados y patrimonio exclusivo de los populares- se presentó entonces como el último baluarte en la defensa de la nación, una tarea en la que el PP gustaba de exhibirse solo frente a todos. En nombre de la lucha contra el terrorismo, por su parte, se argumentaron decisiones tan insensatas como la participación en la invasión de Irak: se llegó a decir que, en contrapartida, Estados Unidos colaboraría para combatir los crímenes etarras. Los atentados del 11 de marzo llevaron el delirio hasta límites insospechados, haciendo que un partido parlamentario antepusiera las fantasías de la prensa sensacionalista a los resultados contrastados de la investigación policial y judicial.

Pero, para cerrar el círculo del asombro, hubo que esperar a la reacción de los socialistas durante sus tres primeros años en el Gobierno, a la reacción que ahora tratan de corregir a uña de caballo, en los siete meses que restan hasta las elecciones. En lugar de demostrar que eran infundados los miedos aireados por el PP como parte de su estrategia de oposición, se lanzaron a darles pábulo, a ratificarlos, proponiendo reformas improvisadas de la Constitución y los Estatutos e iniciando una improbable vía de diálogo con los terroristas, que han tenido secuestrado el discurso político hasta el último debate sobre el estado de la nación. El Gobierno defendía las mismas prioridades que los populares, pero cambiadas de sentido. La espiral de crispación que desencadenó este paso en falso del Gobierno frente a la estrategia de la oposición ha mantenido a los dos partidos en práctica situación de empate en las encuestas, y ahora tratan de corregir la trayectoria de cualquier forma y a toda máquina. Aunque sea infligiendo a los ciudadanos, y como si fuese la consecuencia de un fenómeno natural, una interminable campaña electoral de siete meses.

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