Cultura 'sarko'
Cuando se habla de Cultura (con mayúsculas) no sólo se trata de los asuntos que ocupan a las personas llamadas "cultas" sino que se alude a una especie de corporación o industria o política de Estado que, en tiempos modernos, expresa y administra la autoconciencia colectiva en toda suerte de escenarios: artísticos, literarios, cinematográficos, deportivos, de educación y comunicación, etcétera. Se reconocen dos posiciones irreconciliables: el elitismo -explícito o ponderado- que defiende una idea de la Cultura entendida como patrimonio o tradición que se ha de conservar per se; y el populismo más o menos encubierto, que invoca la necesidad de democratizar y extender la Cultura y su capital simbólico a amplios sectores sociales. Así pues, los elitistas se suelen colocar del lado de lo sagrado y los populistas en el de lo profano; y el diferendo que los separa es la hegemonía cultural de sus respectivas minorías, porque ya se sabe que las gentes verdaderamente cultas son una pequeña parte de la población y sólo ellas pueden plantearse esta cuestión. El elitismo enarbola referencias ilustradas pero muchas veces muestra tintes algo reaccionarios; y el populismo, en cambio, que presume de progresista, invoca que no se ha de marginar a las masas sino más bien sumarlas y orientarlas o educarlas (y, en el fondo, tenerlas bajo control), con la razonable coartada de que se les ha sido negado el acceso a los bienes, culturales o de cualquier otro orden.
EL ESTADO CULTURAL (ENSAYO SOBRE UNA RELIGIÓN MODERNA)
Marc Fumaroli
Traducción de Eduardo Gil Bera
Acantilado. Barcelona, 2007
461 páginas. 25 euros
Marc Fumaroli (Marsella, 1932) se coloca de manera resuelta en la primera postura pero, para que no se diga de él que defiende una Cultura para élites y que la suya es la típica actitud retardataria y ultramontana, despliega sus argumentos en forma de una pormenorizada crítica histórica, pasa revista a la conformación de lo que llama "Estado Cultural" en la Francia de finales de la III República y sanciona que se trata de una idea original de Bismarck y el Estado prusiano: los franceses, ya se sabe, siempre le echan la culpa de sus males a los alemanes. Podría parecer que estamos ante un libelo chauvinista y germanófobo pero no, el blanco de Fumaroli es la política cultural de las administraciones socialistas, pese a que paradójicamente los socialistas hicieron propia la invención de la Cultura y del "Estado Cultural" por André Malraux, que fue conspicuo ministro de Gaulle.
A todas éstas, es evidente
que estamos ante un libro absolutamente francés, concentrado en el ejemplo de la cultura y la política cultural francesas y dedicado a descargar una artillería de grueso calibre sobre los animadores culturales socialistas del país vecino. De prosa brillante y elocuente, Fumaroli defiende una postura liberal frente a la "amenaza" del "totalitarismo brechtiano socialista" que -afirma- ha sembrado Francia de "Casas de la Cultura" mientras instaura el clientelismo y la subvención mafiosa, impulsa un populismo de festivales y museos high tech al tiempo que desmantela las grandes instituciones de la llamada República de las Letras, que -añade- dio gloria y reconocimiento universal a Francia, a sus academias, grandes écoles y universidades, a sus intelectuales y artistas immortels. Fumaroli no ataca el populismo cultural socialista solamente por despecho elitista, lo juzga responsable de que Francia haya sido despojada de aquel lugar predominante que ocupara su Cultura tras la revolución y Napoleón Bonaparte. Veinte años después, se recoge en Francia el mismo sesgo de la crítica cultural emprendida por el discípulo de Leo Strauss, Allan Bloom, en su libro El cierre de la mente moderna (Plaza & Janés, 1989), cuando arremetía contra la cultura de masas norteamericana en plena revolución neoconservadora reaganiana. El contexto es distinto y las referencias históricas son otras, pero el resultado, desde el punto de vista ideológico, es el mismo: defensa de la libertad contra los abusos del igualitarismo, defensa de la tradición frente al modernismo calificado de "demagógico", defensa de la iniciativa privada frente a la intervención del Estado en la Cultura: nostalgia del Gran Estilo, el Arte y el Espíritu y denuncia concomitante muchas amenazas: la televisión, los MacDonald's, Disneylandia y los medios dominados por los aparatos de propaganda del Estado.
Muchos de los argumentos y ejemplos analizados por Fumaroli son trasplantables a nuestra experiencia, aunque por supuesto que España está muy lejos de haberse constituido en "Estado Cultural" por mucho que el Gobierno de Felipe González intentara reproducir la fórmula francesa con aquel efímero Ministerio de Cultura encabezado por Jorge Semprún. En esto, el libro es esclarecedor. Pero el balance que cabría hacer de nuestra experiencia es exactamente el inverso del que hace Fumaroli para Francia. Más aún, el suyo es muy tendencioso y en gran medida, algo injusto. La decadencia cultural y el marasmo francés no es única responsabilidad de las Casas de la Cultura de Malraux y los festivales de Jack Lang. Y, desde luego, el populismo cultural socialista no es sólo clientelismo, demagogia y propaganda sino, además, una respuesta ordenada y en ocasiones, inteligente, para administrar y conducir el ascenso de las masas, que ocupan un lugar decisivo en nuestra época y nada indica que vayan a abandonarlo.
Ahora sí, el libro tiene además un interés adicional: desde un punto de vista ideológico adelanta el espíritu de la Cultura Sarko. Y esto no sólo interesa a Francia sino a Europa entera.
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