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Reportaje:Terremoto en Perú

La vida sigue... entre escombros

Los habitantes de Pisco intentan sobreponerse a la tragedia del seísmo para volver a empezar desde cero

Jorge Marirrodriga

Reza un proverbio judío: más vale ser pobre que estar enterrado. Eso es lo que piensa ahora Luis Miguel Reyes Maraví, un adolescente que pertenecía al coro parroquial de la iglesia de San Clemente, en la localidad peruana de Pisco, y que aunque toca la guitarra, no posee una. Lleva tiempo insistiendo a sus padres para que se la compren, pero no ha tenido éxito y ha aprendido a tocar en los ratos en los que sus amigos le prestaban una. Luis Miguel, alto, desgarbado y con aire despistado, tampoco tiene buena voz y no le dejaban cantar en el coro. Por eso, cuando en la tarde del pasado 15 de agosto el sacerdote navarro Alfonso Berrade le dijo "da igual, vente" a la misa funeral que se iba a celebrar en la principal iglesia de Pisco, el muchacho prefirió marcharse a una fiesta. Siete de sus amigos murieron. Todos en la iglesia.

Los hermanos Levano improvisaron un ataúd para su madre con puertas de armarios

"Estábamos en un segundo piso cuando todo se puso a temblar. Nos decíamos los unos a los otros 'ya pasó, ya pasó', pero aquello no paraba", recuerda. Eran las siete menos cuarto de la tarde y el seísmo duró 3,5 minutos, unos interminables 210 segundos. Se produjo en dos fases. Una primera fuerte, pero no letal todavía, seguida de una breve pausa de unos diez segundos en la que se fue la luz. Luego llegó una larga sacudida demoledora que alcanzó los 7,9 puntos en la escala Richter.

En la casa donde estaba Luis Miguel con otros 15 jóvenes, la planta baja quedó totalmente aplastada y los muchachos se encontraron al nivel de la calle. "Las chicas lloraban; los chicos salieron corriendo". Luis Miguel, hijo de bomberos voluntarios, trató de calmarlas mientras pensaba en cómo se encontraría su casa. Su domicilio, situado cerca de la plaza de Armas -nombre que reciben en Perú las plazas mayores-, estaba en esos momentos totalmente destruido. Su madre, Nila, y una tía, Nancy, habían conseguido escapar por los pelos. Durante el temblor, y en su nerviosismo, Nancy echó mano de una botella con agua bendita que tenía y comenzó a rociar las paredes rezando para que resistieran. "Comenzó a oler a alcohol", explica Luis Miguel riendo. No era agua, sino pisco, el aguardiente local. Las paredes se vinieron abajo.

En medio de la oscuridad y el polvo, varios vecinos llevaron sus coches hasta la puerta de San Clemente e iluminaron el templo con sus faros. La iglesia se había hundido, y del interior salían gritos y lamentos. Unas 300 personas se encontraban en la celebración. La mayoría quedó atrapada. Luis Miguel porta en el cuello un símbolo de su grupo parroquial: un pez de madera en el que está escrito su nombre a mano. Aquella noche, recorriendo las hileras de muertos colocados en la plaza, descubrió el mismo pez en siete cadáveres. Tres chicos y cuatro muchachas. Todos amigos suyos. "Lo peor era buscarlos entre los muertos".

Este joven de 16 años, al que le gustan Alejandro Sanz y Juanes, pasa ahora las noches con los suyos, frente a lo que fue su casa, al calor de una hoguera alimentada con las cañas de lo que era el techo. Matan el tiempo hablando de cosas que nada tienen que ver con la destrucción que les rodea. "Nadie sabía que la iglesia era de adobe. Parecía tan robusta...". Reconoce que tiene miedo, "pero lo peor son los gritos de mi tía cuando hay réplicas, porque me ponen tan nervioso que salgo corriendo", asegura. Su ilusión es tener una PlayStation, aunque reconoce que a veces es bueno no tener lo que se desea. "Felizmente, nunca tuve una guitarra".

En plena juventud, Luis Miguel se ve con fuerzas para enfrentarse al futuro. Está en el extremo opuesto de Hermelinda Valmano, a quien una vida marcada por las penurias y los reveses ha sumido en una profunda tristeza, multiplicada por la tragedia del terremoto y sus consecuencias. A sus 70 años y viuda, Hermelinda ya había sufrido un duro golpe con la muerte de su único hijo, hace varios años. Sólo le quedaba un hermano, Eduardo, que con sus sobrinos eran toda la familia de la mujer. Pero el terremoto se llevó a cinco de ellos, entre ellos a Eduardo y a las más jóvenes de la familia, tres chicas de 22, 18 y 15 años.

A priori, Valmano no tenía grandes posibilidades de sobrevivir al seísmo que ha causado, oficialmente hasta ayer, 540 muertos, más de un millar de heridos, destruido el 80% de Pisco y dejado en la calle a unas 200.000 personas. Con problemas en la vista y dificultades para caminar, la mujer se encontraba en un tercer piso, en una ciudad donde apenas media docena de edificios de esta altura han quedado en pie. Ella estaba en uno de ellos. Sólo recuerda la oscuridad, gritos y las constantes réplicas después del gran temblor. Cuando llegó a su casa, el cuerpo de Eduardo había sido sacado por unos vecinos y colocado sobre la vereda. Tenía la cabeza destrozada. Los brazos de las chicas asomaban entre los escombros.

A Valmano le gustaba sentarse a la puerta de su casa a tejer y cocinaba un dulce local, las chocotejas, que vendía a los conocidos más que para ganarse unos soles, para matar el tiempo y charlar. Ahora apenas habla con un hilo de voz y tiene las manos en el pecho constantemente. Está desorientada y no comprende el mundo en el que se encuentra, donde hay niños que visten ropa de los mayores porque lo han perdido todo, y los perros se echan tristes sobre las ruinas de las casas de sus amos.

Cuando los camiones cisterna que reparten agua se detienen y una nube de personas se arremolina ante la manguera equipados con toda clase de recipientes, Hermelinda se queda quieta, incapaz de entrar en la pugna por el líquido. Siempre hay alguien que le acerca un balde. Duerme en la calle. Forma parte de la legión de damnificados que necesitan, además de la ayuda material, apoyo psicológico. Como los niños que no pueden dormir por miedo a que la tierra tiemble, los adultos que se niegan a ponerse no ya bajo techo, sino al lado de una pared en pie por temor a un derrumbe, y todos aquellos que huyen corriendo despavoridos cada vez que al grito de "¡maretada!" (tsunami), bandas de rateros tratan de despejar zonas cercanas a la costa para robar. Contra ellos, el presidente, Alan García, ha desplegado al Ejército en la zona.

Para muchos, éste es un tiempo de elegir: pedir ayuda a una organización u otra; buscar agua en tal esquina o en aquélla; marcharse de Pisco o quedarse. Para Pedro Marcos Levano, un frutero de 53 años, ese momento comenzó la misma noche del terremoto. Tuvo que optar entre su madre y su hijo. Ella murió; el muchacho está vivo.

"Era un día extraño, porque aunque el miércoles 15 no era festivo, había muchas celebraciones y reuniones", relata bajo la tienda formada por mantas y sábanas polvorientas que ahora es su casa. Levano es un hombre muy familiar, para quien un paseo con su mujer hasta la plaza de Armas, situada a unas quince manzanas, es el mejor de los planes para una tarde. Por eso mismo se encontraban todos celebrando su aniversario de bodas. En total, 10 personas. Sólo faltaban Luis, uno de sus ocho hijos, que a esa hora trabajaba en la plaza de Armas, y su madre, quien vivía a la vuelta de la esquina. La esperaban de un momento a otro. "Cuando todo pasó me desesperé. Ni mi madre ni mi hijo estaban, y yo tenía que elegir a quién buscar", recuerda, mientras se le saltan las lágrimas. Levano corrió primero hacia la casa de su madre. No encontró más que escombros y escuchó sus gritos entre los restos de adobe. La sacó. "Parecía que estaba bien, hablaba normalmente, pero insistía en que le dolía la cabeza".

Tranquilizado al ver a su madre aparentemente bien, el hombre acudió a buscar a su hijo. "No te muevas de aquí, ahora mismo vuelvo", le dijo, mientras ella quedaba recostada en la calle. Media hora más tarde encontró a Luis, quien regresaba a ciegas desde el centro de Pisco. Cuando volvió a buscar a su madre, ésta había muerto, probablemente por hemorragia cerebral.

"Cargamos a mi madre en una manta y la llevamos a la plaza de Armas". Todo el mundo estaba llevando sus muertos allí como podía. Los coches no podían atravesar las calles cruzadas por cascotes y postes de la luz. Pronto quedó claro que no habría ataúdes para todos. Pasadas unas horas, el alcalde, Juan Mendoza, anunció que había pedido a Lima un centenar de féretros. "Pero allí había más de 200 cuerpos y pensamos que no nos iba a llegar", dice Pedro Marcos Levano. Un hermano carpintero tuvo que improvisar un ataúd con puertas de armarios que encontró entre las ruinas. A la mañana siguiente llevaron a la mujer al cementerio, cavaron un hueco por su cuenta, la enterraron y marcaron la tumba con una cruz.

Levano sólo quiere volver a vender sus frutas, a los paseos con su mujer y a ver el fútbol por televisión. Le gustan el Alianza de Lima y el Barcelona. Quiere eso y que el Gobierno cumpla sus promesas de ayuda: 6.000 soles (unos 1.500 euros) por cada casa destruida y 1.000 soles (250 euros) por familiar fallecido. No será rico, pero está vivo.

Un vecino de Pisco recibe atención sanitaria tras el terremoto.
Un vecino de Pisco recibe atención sanitaria tras el terremoto.C. M.
Una mujer se protege con una mascarilla a las puertas de una peluquería.
Una mujer se protege con una mascarilla a las puertas de una peluquería.C. M.
Una familia de Pisco llora sobre el ataúd de un pariente muerto en el terremoto.
Una familia de Pisco llora sobre el ataúd de un pariente muerto en el terremoto.CRISTÓBAL MANUEL

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Sobre la firma

Jorge Marirrodriga
Doctor en Comunicación por la Universidad San Pablo CEU y licenciado en Periodismo por la Universidad de Navarra. Tras ejercer en Italia y Bélgica en 1996 se incorporó a EL PAÍS. Ha sido enviado especial a Kosovo, Gaza, Irak y Afganistán. Entre 2004 y 2008 fue corresponsal en Buenos Aires. Desde 2014 es editorialista especializado internacional.

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