La guerra más inútil de América
Cuando se habla con los políticos que andan peleando ahora en Santa Cruz por la autonomía del departamento, el nombre de Germán Busch es de los que se citan con más frecuencia. En mayo de 1936, al frente de una brigada de caballería, ese militar se presentó en el Palacio de Gobierno y pidió y obtuvo la dimisión del entonces presidente, Luis Tejada Sorzano. Y le entregó el poder al coronel David Toro, el verdadero instigador del golpe. Catorce meses después, Busch lo llamó al balneario donde pasaba sus vacaciones y de un plumazo le quitó el Gobierno.
En Camiri y Villamontes hay dos museos que recuerdan este conflicto olvidado
La llegada de los paraguayos a Villamontes era una amenaza para los campos de petróleo
En Boquerón, menos de 500 bolivianos resistieron el ataque de más de 9.000 enemigos
Busch era camba (nació en San Javier, en la provincia cruceña de Ñuflo Chávez) y durante su paso por el poder aprobó en julio de 1938 una ley que establecía que los beneficios del petróleo se repartieran por igual entre los nueve departamentos de Bolivia. Se la conoció como "la ley del 11%" y la lucha porque fuera la propia Santa Cruz la que administrara su porcentaje es el remoto precedente de las reivindicaciones autonómicas por las que se pelea ahora. Busch fue uno de los mayores héroes de la guerra del Chaco. Un hombre valiente que estuvo al frente de muchas de las acciones de mayor audacia.
La guerra del Chaco fue el conflicto más importante que enfrentó a dos países americanos durante el siglo XX. El más sangriento y el más inútil. Durante tres años menos un día (desde el 15 de junio de 1932 hasta el 14 de junio de 1935) pelearon en un territorio inhóspito y boscoso, bajo temperaturas de solemnidad y con una angustiosa carencia de agua las tropas de dos países vecinos. Paraguay movilizó a 150.000 hombres, de los que 40.000 murieron. Los muertos de Bolivia fueron 50.000 y fueron 200.000 soldados los que trasladó a ese infierno.
Cuando va a celebrarse el bicentenario de las independencias de los países hispanoamericanos, la guerra del Chaco tiene tintes de mueca grotesca en ese proceso. Un siglo después de liberarse del yugo español, todavía no estaban claras las fronteras entre Bolivia y Paraguay. Y para definirlas, sus gobernantes provocaron una carnicería por unos territorios en los que no había sino puro vacío y calor. Y unos cuantos fortines desperdigados.
En la novela La casa y el viento del escritor argentino Héctor Tizón hay un instante en que irrumpe la guerra del Chaco con toda su carga de sufrimientos. Ocurre cuando el narrador recuerda en una estación del norte de Argentina que hace años vio "los convoyes con tropas bolivianas repatriadas durante la guerra del Chaco". Anota: "Rostros macilentos, indígenas uniformados como agónicas comparsas, mirando a través de los cristales de los mismos vagones el regreso desde una pesadilla de estruendos y de muerte".
Y así como muchas de las historias de Juan Benet han sido las que supieron agarrar la médula de la Guerra civil que se libró en España, estos rostros macilentos que recuerda Tizón apuntan al carácter trágico de un conflicto que tuvo lugar unos años antes y donde emergieron en toda su desnudez las pasiones y los claroscuros de la condición humana.
No es tan difícil hoy llegar al Chaco. Gracias a las explotaciones de petróleo y gas que hay en la zona, existe una buena carretera de Santa Cruz a Camiri. Y desde allí no cuesta nada acercarse a Villamontes, la ciudad que fue asediada por los paraguayos al final de la guerra y cuya conquista les hubiera abierto el camino para progresar hacia las zonas verdaderamente ricas de Bolivia. En ambos lugares, Camiri y Villamontes, hay sendos museos que recuerdan ese conflicto que muchos han olvidado ya.
"Fue una guerra entre dos países que no se conocían, que no se conocieron entonces y que siguen pendientes de conocerse", dice Carlos Mesa, periodista, historiador y ex presidente de Bolivia. "Pero estamos demasiado lejos ya de todo aquello. La gente se acuerda de la guerra del Pacífico, que sigue ahí como una herida porque Bolivia perdió la salida al mar. De la del Chaco sólo nos acordamos como una confirmación de la incompetencia de nuestros gobernantes".
El Museo del Chaco en Camiri está de reformas. Para conseguir que lo abriesen para una breve visita fue necesario cruzar varias veces la calle que separa el Casino Militar de las instalaciones de la Cuarta División del ejército boliviano para encontrar al responsable. Hay un montón de fotos en las paredes del casino, pero no son del Chaco como me habían dicho, sino de la aventura del Che Guevara en Ñancahuazu. Están colgados los dibujos que hizo de sus compañeros el guerrillero Ciro Bustos e imágenes de la captura de Regis Debray y de alguna visita del presidente Barrientos a la zona.
"En unos cuantos días los británicos transportaron a sus mejores fuerzas para pelear con los argentinos en las Malvinas", comenta el teniente coronel Torres ya en el museo, refiriéndose a otro de los conflictos que tuvieron lugar el siglo pasado en Hispanoamérica. "En la guerra del Chaco, los bolivianos tardaban meses en trasladar a sus tropas al frente. Había que abrir con machetes camino para que pasaran los camiones y la artillería".
Hay pocas cosas en el museo. Algunos proyectiles abollados, uniformes, banderas y las fotos y sus explicaciones. "Sólo quedan en Camiri cuatro ex combatientes", dice Torres. "Tres no se enteran de nada y el cuarto está sordo como una tapia".Efectivamente, Mariano Becerro no escucha casi nada, tiene unos pocos cabellos blancos y sólo le quedan unos cuantos dientes, así que entenderlo es también una proeza. "¿El Chaco? Pero qué voy a poder decirle si ahora ni siquiera soy capaz de mirar a la acera de enfrente. Sólo veo neblinas, y así me ocurre con aquella guerra".
A comienzos de los años treinta sólo había unos cuantos fortines en el llamado Chaco boreal, una zona olvidada de la mano de Dios. En 1928, los paraguayos tomaron el fortín Vanguardia (y los bolivianos, para desquitarse, el Boquerón) y se avivó la vieja polémica de las fronteras. Daniel Salamanca era en Bolivia el líder de la oposición, un hombre menudo y flaco, de rostro afilado, que vestía siempre de oscuro y del que decían que jamás se le escuchó una carcajada. En un mitin dijo entonces: "Bolivia tiene una historia de desastres internacionales que debemos contrarrestar con una guerra victoriosa, para que el carácter boliviano no se haga de día en día más pesimista", y propuso un conflicto con Paraguay para consolidar su hegemonía en la zona disputada.
En 1931, Salamanca fue elegido presidente por una mayoría abrumadora y tuvo que rebajar su tono belicista, pero recomendó que se instalaran en el Chaco más fortines para protegerse de un eventual ataque paraguayo. Un avión que exploraba entonces el terreno descubrió una laguna en pleno desierto y hacia allí se dirigió un destacamento, pero los paraguayos habían llegado antes. Eran pocos, así que los bolivianos decidieron, desobedeciendo las advertencias del presidente (que ordenó evitar cualquier encontronazo), tomar el fortín Carlos Antonio López. La guerra había comenzado.
Entre los paraguayos, hubo durante el conflicto una gran complicidad entre el presidente Ayala y Estigarribia, el militar que dirigió las operaciones. En el bando boliviano, Salamanca no se entendió nunca con los distintos jefes que mandaron en el Chaco y a todos los despreció. Los paraguayos tenían la ventaja de estar cerca del frente y de estar familiarizados con su clima. La mayor parte de las tropas bolivianas tuvieron que llevarse desde las alturas de los Andes: ese cambio era muchas veces más letal que los ataques de los combatientes enemigos.
Fue una guerra excesiva en un paisaje excesivo (polvo, espinos, alimañas, huracanes de arena, violentos cambios de temperatura con un calor agobiante como nota esencial, sin agua y sin sombra). Hubo resistencias heroicas: en Boquerón, durante casi 20 días, menos de 500 combatientes bolivianos aguantaron la ofensiva de más de 9.000 enemigos. Ataques descabellados, como la segunda intentona sobre Nanawa, donde las bajas bolivianas se calcularon en 2.000 mientras sólo morían 159 paraguayos. Y lágrimas: cuando el presidente Salamanca informó en agosto de 1933 de los reveses bolivianos, rompió a llorar en el Parlamento.
Cerca de Villamontes ya es posible imaginar las condiciones de aquella guerra. A los costados de la carretera, la tupida vegetación de bosque bajo tiene la consistencia de una muralla infranqueable de ramas de espinos. Los soldados bolivianos, llegados del frío de los Andes al calor del Chaco, abrían camino a los camiones con machetes. El historiador boliviano Roberto Querejazu Calvo ha escrito en Masamaclay la gran crónica de esa terrible guerra, en la que tuvo que combatir. "Durante dos meses y medio nos hicieron recorrer a pie, en pleno invierno, más de cien leguas", cuenta del traslado de su regimiento de Sucre a Tarija. Tras tener que pasar "por la gélida altiplanicie andina", explica que fueron embarcados "como leños en varios camiones" y "metidos al horno del Chaco en un frenético viaje de cuatro días". Pocas horas después avanzaban disparando entre los árboles obedeciendo al grito de "¡Al asalto, viva Bolivia!",
El Museo de la Guerra del Chaco de Villamontes, en su modestia, está mucho más trabajado que el de Camiri. En el jardín de la casa que lo acoge han cavado unas trincheras y hay camiones y cañones, aparatos de transmisión, uniformes, proyectiles, diarios de combatientes, dibujos, fotografías y, entre otras cosas, maquetas de las batallas más importantes. "Honor y gloria en el horizonte sin fin del infinito", se lee en la de uno de los informes de campaña.
"Fue en esa casa donde derrocaron a Salamanca", comenta un taxista a las puertas del museo. Las iniciativas iniciales en la guerra fueron bolivianas, pero cuando avanzaron demasiado, y ya no era fácil la comunicación con sus fuentes de abastecimiento, los paraguayos empezaron a recuperarse y llegaron a acercarse a Villamontes, con lo que peligraban los pozos de petróleo. El nerviosismo entre los mandos bolivianos era notable. Así que Salamanca decidió cambiar al jefe del Estado Mayor que dirigía las operaciones, se acercó a la zona y dio la Orden General del 26 de noviembre de 1934.
No llegó a cumplirse. "Mi general, usted y el señor presidente quedan apresados". Las palabras fueron del mayor Germán Busch mientras apuntaba a José L. Lanza, el militar que iba a hacerse cargo de dirigir la guerra. Los rebeldes convencieron después a Salamanca para que firmara una renuncia, así el golpe no tendría demasiada mala prensa en un momento tan delicado. La presidencia se la entregaron a Luis Tejada Sorzano, el entonces vicepresidente.
Siguieron las batallas, siguieron muriendo los combatientes en las peores condiciones. Querejazu recoge el testimonio del director general de la Sanidad paraguaya que llegó al Chaco justo después de que las tropas bolivianas se rindieran en una refriega por no aguantar ni el calor ni la sed. "Todos tenían el semblante desencajado, la mirada ausente, las pupilas dilatadas, los ojos hundidos, los labios resecos y agrietados. La gran mayoría sufría de alucinaciones. Algunos se desnudaban, cavaban con las manos hoyos profundos, otros gateaban yendo de un lugar a otro. Reñían por tomar el orín de algunos que orinaban".
Gracias a una contraofensiva boliviana, la amenaza sobre los pozos quedó conjurada. En junio de 1935 llegó la paz (la diplomacia no cesó a lo largo del conflicto y en ella los argentinos, que apoyaron a Paraguay, tuvieron un destacadísimo papel). Era el final de una guerra absurda e inútil. Se contó que la habían provocado las compañías de petróleo (la Standard Oil, por el lado boliviano; la Dutch Shell, por el paraguayo). La historiadora María Luisa Soux considera que esa versión la inventaron los nacionalistas bolivianos en la posguerra para: "a) evitar el pesimismo de los ex combatientes: su lucha no había sido vana porque habían logrado defender el petróleo; b) limpiar su propia imagen: que hubiera detrás 'fuerzas ocultas imperialistas' les permitía evadir sus responsabilidades; y c) generar un discurso nacionalista con posibilidades de triunfo: la presencia de las transnacionales justificó acciones, como la nacionalización de la Standard Oil, y teorías, como la de 'la lucha de la nación contra la antinación' (Montenegro) que llevó finalmente al poder al MNR (Movimiento Nacionalista Revolucionario) en 1952".
"La lucha fue por un territorio que se sabía que geológicamente no era petrolero", comenta Soux. Una guerra inútil y estúpida por 41.500 kilómetros cuadrados de nada, pues fue esa faja de territorio entre los ríos Pilcomayo y Paraguay la que al final fue sometida al arbitraje de los presidentes de Argentina, Brasil, Chile, Estados Unidos, Perú y Uruguay. Puro desierto, y los bosques de espino y el calor abrasador.
RUTA DE VIAJE Desierto de matorrales sin sombra
En su libro sobre el presidente Daniel Salamanca, el escritor boliviano Augusto Céspedes describe así el territorio donde se libró la guerra del Chaco: "Venía en avión de Asunción a La Paz y de pronto se extendió abajo una pampa sin forma y sin tinte, una polvareda sucia que ofuscaba con el peso de su ocre lúgubre los arenales acribillados de montes granujientos". Ese "raro desierto de matorrales sin sombra", esa suerte de vacío situado entre los ríos Paraguay y Pilcomayo, no fue prácticamente habitado por nadie, ni antes ni después de la llegada de los españoles a América.
Está enclavado en una amplia área en la que vivían diferentes tribus, entre las que son mayoritarias las tupiguaraníes. Cuando llegaron los españoles, de estos territorios se ocuparon las misiones de distintas órdenes religiosas y formaban parte de la Audiencia de Charcas.
Nadie estableció de forma definitiva, cuando se produjeron hace 200 años los procesos de independencia, cuál era la frontera legal que separaba en esa zona a Bolivia de Paraguay. Y ambos países iban ocupándola con fortines militares. La situación amenazaba con ser explosiva. La diplomacia fracasó de manera estrepitosa en todos sus intentos, el último a finales de los años veinte.
En 1928, los paraguayos tomaron el fortín Vanguardia y los bolivianos, como represalia, se apoderaron de Boquerón. La mediación internacional obligó a que ambos países se devolvieran lo que habían conquistado. Pocos años después (en 1932), un destacamento boliviano se apoderó de un fortín paraguayo en la laguna Pitiantua o Chuquisaca. Y ahí empezó una guerra en la que no hubo vencedores ni vencidos, pero en la que Paraguay quedó como dueño de casi todo el terreno disputado.
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