Brillantes inteligencias
No me refiero a Xabier Arzalluz ni a Carlos Garaikoetxea, que nos han deleitado este fin de semana con sendas entrevistas. A uno le preocupan los roqueros de su partido y al otro le preocupa Ferraz. El primero, en un discurso que en una primera impresión parece tabernario, nos despliega su teatralidad de hombre de púlpito para redondear su personaje de hombre común de base, paradigma y modelo a seguir. El segundo, como casi siempre, nos muestra su aranismo de corbatilla. A los dos les molesta muchísimo Imaz, que viene a ser la línea divisoria entre la sensatez y la arqueología. En fin, para qué seguir. Además, me he acordado de que estoy de vacaciones, y me revienta este empeño de los políticos por ocuparnos el verano, celosos ya hasta de que les chupen el plano los huracanes o el tiburón de Tarragona. Mis brillantes inteligencias nada tienen que ver pues con lo que se cuece entre Zarautz y Lazkao, sino que son dos hombres que, para bien o para mal, influyeron en la marcha del mundo, aunque fueron capaces de interesar también a su época por miserias similares a las que nos afectan a usted o a mí, estimado lector. Y es que si la vanidad de los políticos se mide por lustros, de ahí que puedan ser personas muy poco recomendables.
Jean-Jacques Rousseau tenía un perro llamado Sultán, y tenía también otro perro innominado que le roía la espalda, o quizás el alma. Y le gustaba la apartada vida rural. David Hume no tenía perro y era un hombre sensato, de buen talante, bonachón y amante de la vida. Le gustaba, además, la vida urbana. De ambos, y de la disputa que hubo entre ellos, trata uno de los libros más instructivos e interesantes que he leído este verano. Se titula El perro de Rousseau y lo han escrito David Edmonds y John Eidinow, que ya nos deleitaron anteriormente en El atizador de Wittgenstein con la disputa entre Popper y el filósofo que da título al libro. Entre Pop y Wit nunca pudo esperarse conciliación alguna, como tampoco hubiera podido esperarse ningún acuerdo entre Rousseau y Hume si no hubieran mediado circunstancias especiales. Hubo, sin embargo, una relación amistosa entre ellos, o al menos uno quiso ayudar al otro...y salió trasquilado. Al que no le pasó nada fue al perro.
David Hume llegó a París el 18 de octubre de 1763 como subsecretario del nuevo embajador inglés. Tenía 52 años y había escrito ya prácticamente toda su obra, en la que sobresale el Tratado de la naturaleza humana, escrito con 27 años y considerado hoy una de las obras maestras de la filosofía de todos los tiempos. El libro, sin embargo, pasó desapercibido en su época, un destino similar al que tuvieron sus demás obras filosóficas. Su prestigio se lo debía a su monumental Historia de Inglaterra y Hume no se sentía cómodo en Londres, en medio de una sociedad que en su opinión no valoraba como se merecían los esfuerzos intelectuales. Su marcha a París supuso para él el encuentro del paraíso. Nada más llegar se encontró convertido en una celebridad, y no había salón que mereciera tal nombre si no contaba con la presencia de "le bon David". Soltero y poco agraciado, se vio además agasajado por las mujeres más célebres de su tiempo, entre ellas Mme. De Boufflers, que tendrá un papel relevante en esta historia. Mientras tanto, Rousseau se veía obligado a huir de Francia, tras haber publicado Émile. Tendrá que huir también de Ginebra, de Iverdon, de Môtiers -donde los vecinos le apedrean la casa-, etcétera. Enemigo de los "philosophes" -es decir, de los amigos de Hume-, que lo consideran una persona desagradable y poco de fiar, algunos de sus fieles, entre ellos Mme. De Boufflers, le proponen que huya a Inglaterra, para lo que contarán con la ayuda de "le bon David". Este lo acompañó a Inglaterra, lo acomodó, le negoció una pensión real, etcétera, pero...
Rousseau tenía una personalidad paranoide, que veía conspiraciones por todas partes, y acabó convirtiendo a Hume en el principal agente de una conspiración universal urdida contra él. Y Hume encajó mal el golpe, en lugar de no haber prestado atención a aquella víbora. Movilizó a sus amigos parisinos contra la calumnia de Rousseau, pero digamos que perdió la batalla ante quien todos veían, y él era muy hábil para hacerlo ver así, como un pobre ser desdichado. ¿Por qué perdió su sensatez "le bon David"? Tal vez porque temió el ultraje que podía sufrir su buen nombre, y porque era consciente de que se enfrentaba a la mejor pluma de su tiempo, ocupada entonces, como él bien sabía, en escribir sus memorias, esa obra maestra que serán las Confesiones. La moraleja que extraen los autores del libro es que los cuerdos no pueden hacer sensatos a los dementes, mientras que los dementes pueden enloquecer a las personas cuerdas. Una moraleja que nos viene al pelo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.