Los abuelos y el 'bicing'
El éxito de la temporada municipal barcelonesa se llama bicing, término con desinencia de gerundio anglosajón pospuesta a una raíz latina, síntoma de la globalización de bajo coste (y bajo vuelo) que sufren hoy las lenguas más acreditadas. En fin. Algunos datos de finales de julio (las últimas noticias colgadas en www.bicing.com son de esa fecha). Se ha alcanzado ya el millón de viajes desde que se inauguró este servicio, el 22 de marzo pasado. Los abonados pasan de 80.000. Durante el plazo de promoción -concluido el 1 de julio- llegaron a registrarse puntas de hasta 2.000 altas por día. Y si la media de usos diarios de una bicicleta pública europea se sitúa entre siete y nueve, en Barcelona ha alcanzado 15, cuando el Ayuntamiento había calculado que, yendo bien, no pasarían de cinco. Ja. Se trata en efecto de un récord liliputiense: 1.500 bicicletas son pocas para una ciudadanía adicta, al parecer, al pedal.
Expertos topógrafos, los mayores disciernen los puntos con existencias, se pasan informaciones y máquinas: quedan en las paradas para darse el relevo
En París se pusieron en circulación unas 12.000 en la primera tacada. Barcelona no es París, cierto: entre otras cosas, porque a menudo ha pensado en pequeño y le ha costado demasiado ser eficaz. Un ejemplo: la implantación del bicing no se ha visto correspondida por una ampliación significativa de la red de carriles-bici. Subejemplo: la promesa electoral del alcalde Jordi Hereu de abrir un carril desde la parte baja de la Via Augusta hasta la zona alta en la que él mismo nació brilla por su ausencia. Por encima de la Diagonal, el bicing no existe, como si el derecho al pedaleo no se diera por encima de ese límite y, pongamos, la carretera de les Aigües no tuviera nada que decir.
Sea como fuere, ha sido una magnífica iniciativa. La bici privada está siempre bajo la amenaza del cambio forzoso de mano. Además, meter la máquina en el ascensor y hacerle sitio en el balcón es una hazaña poco menos que bélica: esta ciudad nunca ha perdido el aroma de su primigenia densidad coreana. El éxito del bicing responde a que soluciona estos inconvenientes, pero una implantación cauta en exceso genera frustraciones que no deberían echar a perder el valor cívico añadido a la operación política. El usuario sudado en peregrinaje por estaciones desiertas en busca de un ejemplar que llevarse a la entrepierna ha fijado una estampa estos meses que no conviene a nadie.
Todo esto, ¿qué tiene que ver con el buen abuelo de la fotografía de Guerrero? Mucho. Los mayores, observadores lentos de la ciudad nerviosa, han descubierto en el bicing un sistema ideal para mantenerse en forma a coste cero, lo cual es perfectamente legítimo. De media hora en media hora -tal es el límite de tiempo sin sobrecarga tarifaria-, recorren a diario la ciudad como expertos topógrafos que disciernen a la legua las paradas con existencias de las que ya han agotado el género. Se conocen al dedillo las entradas y salidas de los colegios, los cines, las oficinas, los comercios. Intercambian informaciones y máquinas: quedan en las paradas para darse el relevo. Todo ello supone una sorprendente frescura no prevista por la Administración, una iniciativa autónoma de una parte de la ciudadanía ante el nuevo juguete. Si el Ayuntamiento lo impulsó pensando en el transporte rápido, los abuelos lo han humanizado introduciendo el punto ocio en un concepto acaso demasiado nórdico, socialdemócrata, frío y opulento como es la bicicleta pública. Alguien debía encargarse de adaptar el asunto al entorno mediterráneo y ahí estaban los abuelos, agentes fundamentales de la humanización de la urbe, guardianes insobornables de la calidez todavía un poco berlanguiana de sus calles. No hay ciudadanos que conozcan mejor que ellos el valor del espacio público. Por eso debemos mostrarnos pacientes y amables cuando, sudados y con prisas, vemos como el abuelo al acecho nos birla la última bici de la parada del bicing.
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