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Columna
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Imitadores, imitaciones

Los artistas realmente originales han de ser imitables. Lo de que los artistas, por el hecho de serlo, sean o deban ser inimitables es un lugar común que ya no se mantiene, un tópico que habría que enterrar. Pasa lo mismo con las tradiciones (sobre todo en el país de los vascos), siempre ancestrales, siempre inveteradas, cuando no milenarias. Estamos rodeados, sin embargo, de tradiciones de última generación y de cosas copiadas. Estamos rodeados de falsificaciones. Somos un bolso inmenso de Carolina Herrera, una maleta enorme de Louis Vuitton falsificada en China, llena de imitaciones tan inimitables como el gran Elvis Presley.

Hace treinta años que Elvis Presley murió y, desde entonces, miles de ciudadanos (o millones quizás) no hacen más que imitar a Elvis Presley. Los artistas geniales han de ser imitables. Es más, de su capacidad para ser imitados dependerá su fortuna presente y, sobre todo, su éxito futuro. Acabamos de verlo la semana pasada en la ciudad de Menphis, donde se ha celebrado el trigésimo aniversario de la muerte de Elvis, que según Calamaro sigue vivo.

Solamente en la red de Internet el rey del rock and roll produce al año 39 millones de dólares. Vivo o muerto, Elvis es una máquina de producir dinero y una fuente de inspiración inagotable para la multitud de sus imitadores. Más de 75.000 fans del cantante se reunieron en Menphis la pasada semana y mostraron al mundo que Calamaro no anda desnortado cuando afirma que el Rey sigue vivo. Vivo en las capas de sus imitadores y en los disparatados cuellos de sus trajes y en sus grandes patillas a menudo postizas. Hubo vigilia en Menphis, adoración nocturna, velas y una actuación virtual del hombre de la capa y las patillas, adicto a las tortillas de medicamentos y a la crema de cacahuetes. Hubo, como decimos, muchos imitadores. En el mundo hay bastantes personas cuyas vidas tienen como aliciente principal el imitar a Elvis. Hay personas que veneran a Elvis y hay que tener en cuenta que su veneración no es más ridícula (ni menos respetable) que la de quienes creen en el santo del día. Hay quien le reza a Elvis y quien lo hace a San José María Escrivá de Balaguer. Todo va en gustos. Ambos han sido ya canonizados y los dos son empresas boyantes después de haber pasado a mejor vida.

Imitadores de Elvis o de Hemingway. Da igual que el tenderete o la carpa del circo esté en Graceland o se encuentre en Key West, donde cientos de gordos barbudos han tratado a lo largo de décadas de parecerse a Hemingway y ganar el concurso de dobles. Enrique Vila-Matas lo intentó (lo cuenta en su novela París no se acaba nunca) sin demasiado éxito. Hay que creerle porque los escritores, como todos sabemos, nunca mienten. Aunque entonces no era gordo ni barbudo, se empeñó en parecerse a Ernest Hemingway y se fue hasta Florida y llegó hasta las puertas del bar Sloppy Joe?s. Fue un completo fracaso. El escritor catalán fue descalificado por su absoluta falta de parecido físico con el gordo barbudo y suicida que además escribía. Afortunadamente, el autor de Bartleby y compañía no se suicidó. Tampoco se dejó barba, aunque sí se engordó, quizás por empeñarse en ser un escritor inimitable como el propio Ernest Hemingway. Dentro de algunos años quizás alguien cree un concurso de dobles de Enrique Vila-Matas, y quizás Vila Matas no lo gane o tal vez sí, quién sabe.

El mismo Vila-Matas recuerda en su novela ya citada un fragmento de Molloy de Beckett en el que se asegura: "No inventamos nada, creemos inventar cuando en realidad nos limitamos a balbucear la lección, los restos de unos deberes escolares aprendidos y olvidados, la vida sin lágrimas, tal como la lloramos. Y a la mierda". Eso debió decirse -"¡A la mierda!"- el publicista que ganó el concurso de diseño del nuevo logotipo del Gobierno español. Un logotipo que es un burdo plagio del empleado por el Gobierno alemán. Cambia el tipo de letra y la bandera, pero todo es idéntico. ¿Para qué devanarse los sesos pudiendo fusilar el logotipo del Gobierno alemán? A la mierda. Todo es imitación. Aunque no pretendamos escribir El Quijote, todos somos un poco Pierre Menard delante de un teclado. Gracias a las imitaciones, sin embargo, podemos observar el lado ridículo de los originales.

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