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HUMORISTAS
Columna
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El mes que fui al Bulli

Tengo cita en El Bulli, que es el Mejor Restaurante del Mundo. Yo soy un tío con buen apetito, algo de dinero y gran sentido de la previsión, y ya reservé mi mesa hace dos veranos. Es un capricho, por supuesto, un lujo, hacer un viaje sólo para una cena, para una cena que va a salir cara. Lo sé. Algunos me han dicho que pierdo el tiempo y el dinero, que eso no es comer, que no es comida, que es un experimento químico y que nosotros somos cobayas de un laboratorio donde lo único que brilla es la arrogancia de un listo. Yo les digo que se tomaron demasiado en serio eso de que "con la comida no se juega".

Llego al aeropuerto con dos horas de antelación, no hace falta tanto, pero da igual. Compro un sándwich y un café horrorosos y me relamo de gusto pensando en la cena. El avión sale con media hora de retraso, pero tampoco importa. Empieza a importar cuando, no sé muy bien por qué razón del espacio aéreo, nos dirigen a otro aeropuerto. Madrid. De allí nos llevarán a Barcelona. Nos dan café gratis. No hay problema, pero hay cierta inquietud. Calculo y empiezo a estar como un flan, sinceramente. Si salimos a las 17.00 de Madrid y tardamos una hora en llegar a Barcelona, puedo estar cogiendo el coche de alquiler a las 18.30 y llegar allí a las 20.30 aproximadamente.

Decido llamar al restaurante y avisar de mi situación, pero tardan una hora en coger el teléfono. Me dicen que no me preocupe, que cierran a las 21.30, pero me preocupo, por mí y también por el tío que ha de atender ese teléfono y por la de milongas, como la mía o peores, que tendrá que escuchar al cabo del día. Me noto tendencia a la turbación y me relajo a la fuerza. Tengo hambre y me da la risa. Volamos a Barcelona, 19.54. Me da por pensar que no sé por qué calculo, cuando todo el mundo sabe que en los aeropuertos el tiempo es como a ellos les dé la gana y nadie sabe quiénes son ellos. Llamo otra vez. Por fin, la oficina de alquiler de coches; hay cola. Me toca. No hay coche, les suplico y me acaban dando una furgoneta y un mapa. Hay dos horas de viaje. Entramos y salimos de 37 pueblos con más de dos mil rotondas. Vemos un cartel que anuncia el Restaurante Más Escondido del Mundo. Ya estamos. Los árboles entrelazan sus ramas por encima de nuestras cabezas y la carretera se retuerce por un precioso paisaje. Han venido todas las curvas del mundo. Me cago en la naturaleza. Son las once.

Entramos en El Bulli. Estoy tan acelerado que no sé ni lo que veo. Escucho: "Buenas noches, bienvenidos, tranquilos, a disfrutar, ya acabó todo, tenemos toda la noche por delante". Creo que se me está olvidando andar. Nos conducen a una preciosa terraza desde la que se vislumbra el mar. Nos ofrecen agua y vino. Debe ser precioso. Intuyo que traen unos aperitivos pero si los miro fijamente me pongo bizco. Intento mantener la espalda recta y tener buena cara pero no me queda más remedio que reconocerlo: estoy poniéndome malo. Lo digo en voz alta. Me ofrecen de todo. Me tratan como si de verdad me quisieran. Se me están saltando las lágrimas. Voy al baño y vomito dos veces. No me cabe ni una manzanilla. No soy capaz de comer. Nada. Pienso en comida y me mareo. Ni siquiera podría hacerlo por impresionar a la mujer que traigo conmigo, porque es mi mujer y también se va a marchar sin cenar. Son las doce y media de la noche y a las siete sale mi avión de vuelta a Zúrich.

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