Barcelona 2053
Año 2053. Una playa de la vieja Barcelona.
La lengua de agua dibuja África. En el norte del continente, en lo que sería Marruecos o el Sáhara, una tribu de hombrecillos recoge conchas, caracolas y otros tesoros marinos que el barco arrastra a la orilla al dragar la arena. Semidesnudos, provistos de bolsas, cubos, y uno incluso de una vara, encarnan los descendientes salvajes de un viejo imperio, que aprovechan el trajín de la embarcación para procurarse la comida del día.
La desertización del planeta resultó al final menos letal de lo cacareado por la prensa pretérita, pero luego vino el gran terremoto. Los gobiernos se pusieron manos a la obra para buscar soluciones a posibles hambrunas y -siempre infalibles- crearon un sistema por el cual grupos de embarcaciones acercaban el mar hacia los núcleos poblados para garantizar el suministro de alimentos.
En invierno, cuando la playa está vacía, uno mira al cielo temiendo que verá arder naves más allá de Orión
Todo este tinglado lo gestiona ahora un consorcio formado por la administración de la tribu, la del planeta y el gobierno de todo el sistema intergaláctico, éste último con una posición determinante en el organismo.
Los humanos, avezados desde hacía tiempo en el asunto éste de vivir sin electricidad, dejaron pronto de echar de menos aquellos aparatos de música minúsculos que se llamaban MP3. La palabra, como siempre ocurre, pervivió, y varios de los hombres de la fotografía responden a ese nombre.
Luego, el pie de foto discute esta versión. Sostiene que la imagen corresponde a los trabajos de recuperación de playas del litoral de Barcelona, en la década de los noventa, del siglo pasado. Y que el grupo de personas que recoge conchas no tiene más banal objetivo que ponerlas en su cuarto de baño, junto a los jabones. ¿O las capturan para consumo propio? En las playas de Barcelona todo es posible. No son las de Saint Tropez, ni las del Caribe, pero tienen duende. Poner los pies en las de Sant Adrià o Badalona es dar un salto adelante de 40 años. Rodeadas de vestigios industriales venidos a menos, nadie puede negarles esa naturaleza de páramos posmodernos, futuristas.
Junto a la playa retratada por Joan Guerrero, una franja de la de Badalona está flanqueada, a la derecha, por las tres torres eléctricas del Besòs y, a la izquierda, por el puente del petróleo. Justo al lado, la fábrica de Anís del Mono. Lo remata el paso de los trenes por las vías que acompañan la costa. En invierno, cuando esa playa está casi vacía, la sensación es tal que uno mira al cielo temiendo que verá naves ardiendo más allá de Orión, que, después de todo, ése es aquel dichoso lugar donde tantas veces hemos oído que los rayos C brillan en la oscuridad, más allá de la puerta de Tannhauser.
En verano, en cambio, los latinoamericanos acuden en grupos con potentes aparatos de música y los vallenatos y las bachatas no dan tregua en todo el día, como un alegre muro de contención ante los debates sobre la calidad del turismo, o la identidad.
Archirretratada, descrita hasta la saciedad, la playa es un lugar común en el imaginario colectivo. Por eso cada uno es soberano de la suya. Y la playa que yo veo en la imagen es de una belleza extraordinaria, decadente, apocalíptica, interespacial, vecina de ese recoveco que se forma bajo el puente del petróleo, donde el mar, incluso en los días más tranquilos, choca contra las rocas en rumor de batalla. Allí, y no en Sant Pol de Mar o Cadaqués, uno encargaría una buena tormenta de verano, sólo por el oscuro gozo de guarecerse debajo.
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