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Semana Grande
Columna
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La tortilla

¡Cómo nos cuida el Ayuntamiento! A nada que nos descuidemos, nos hacen sostenibles de cuerpo y alma, porque han ideado una Semana Grande con eventos para mimar a una y otro. Para el alma está, por ejemplo, la música que nos amansa las fieras que llevamos dentro, aunque también están las carreras de caballos, pues dicen que los caballos ya son en sí una terapia o algo freudiano, y para el cuerpo han programado sesiones de capoeira y talleres de relajación, todo eso en la playa, pero también forma parte de la atención al cuerpo el famoso concurso de tortillas de patata.

A las doce, como si fueran la hora solar, se extendían sobre las mesas de exposición en Alderdi Eder auténticos soles hechos con huevos de verdad, nada de la hostelera huevina. Alrededor, expectantes, los cocineros y cocineras artífices del manjar, y, hambriento, el resto del respetable, porque después de darse el baño y cogerse la habitual dosis de sol uno lo que más tiene es gusa, y el lugar y la hora se prestaban como de molde a un improvisado picnic con vistas sobre la bahía. Dentro del círculo de tortillas, los jueces, con cierta prisa, pues son cocineros y se deben a sus fogones, le sacaban un trocito a cada concursante, es decir a cada tortilla concursante, pues de lo contrario hubieran sido caníbales y no los señores respetables que son y que la sociedad tiene encumbrados.

Veinte años lleva celebrándose el concurso y ocupando un hueco en la programación de la Semana Grande

En éstas y pese a que se había declarado cerrada la admisión, se presenta un grupo de caraduras de ésos -ésas, en este caso- que nunca faltan allá donde haya que hacer cola o respetar un horario y se saltan la norma a la torera abusando de la poca facilidad para decir no que caracteriza a tanto populista. Sus tortillas ingresan en el corro pese a la protesta de quienes llevan esperando mucho rato y podrían entender que llegar fuera de hora y con la tortilla más recién hecha representa sin duda una ventaja. Apaciguado el ambiente -qué fáciles somos de conformar; ni los abucheos a las abusonas parecían en serio- y tras roer y bailotear de plato en plato, los catadores se detienen y desenrollan esa pancarta llamada suspense. ¿Quién habrá ganado? De las 186 tortillas presentadas, el jurado escoge seis y, tras intensa deliberación, elige las dos ganadoras que, pese a los aplausos y vítores de los cocineros profesionales al ama de casa o etxekoandre donostiarra, resultan confeccionadas por dos caballeros talluditos. Uno se lleva un reloj, otro el crucero por el Mediterráneo para dos, el público, muchas más ganas de comer (tortilla) que cuando llegó, los jurados, la tripa llena, y los concursantes que no han ganado, unas tortillas que parecen de repente ruedas cuadradas.

Los soles se han nublado y las estrellas (Michelín, ¡menuda constelación conformaba el jurado!) chisporrotean con luz propia antes de retirarse después del popular baño de multitudes.

En la plazuela ya vacía sólo queda la estatua de don Quijote y Sancho Panza, que se habrán muerto de envidia, pues hasta el de la Triste Figura no le hacía ascos de vez en cuando a un manjar y más si era de prosapia tan modesta como la de los alimentos allá sopesados.

Veinte años lleva celebrándose el concurso y ocupando un hueco en la programación de la Semana Grande. Bien es verdad que no concentra multitudes como otros actos que también son cuestión de huevos (pero de otra clase peor) y que se meten en ella -la fiesta- sin haber sido invitados. Antes al contrario, se imponen a ella y a la ciudadanía con ademán alevoso y contando con la permisividad de quien en el fondo parece querer permitirles todo. Desde luego, cuesta más y merece mayor aplauso un gesto como el de presentar en sociedad, y una sociedad tan puñetera como la donostiarra, algo tan íntimo como lo que uno cena. Y en la vajilla de diario.

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