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Fiestas de La Blanca
Columna
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Stevenson en el paraíso

Con este calor, al cronista le agradaría gandulear en la Polinesia, esa concentración tan subida de tono y color de los mares del Sur. Puede que sea por Tahití o por hacer la Pascua subido en un moai, para lo que también tendría que olvidar Tonga sin tanga y el relato de Tusitala -el que cuenta cuentos, el narrador de historias- en Samoa, la independiente, con capital en Apia. Donde Robert L. Stevenson quiso vivir y morir.

El escocés -a gusto pasaría estos días en su Edimburgo natal para disfrutar de sus festivales- mandó -como nuestro Celedón en Zabalgana o Salburua- que le levantaran una casa a la medida de sus sueños en las alturas de Valima, en la islita de Upolu. Cuando estuvo construida, olvidó los brezales del señor de Ballantrae, los extravíos de personalidad del doctor Jekyll y mister Hyde, el carácter perverso aunque simpático de Long John Silver, los viajes a lomo de burra por tierras francesas o las travesías ultramarinas con humildes inmigrantes.

Ha dicho goodbye a la rutina, a lo cotidiano, a las preocupaciones... Ha llegado el desmadre, la juerga

Tal vez olvidó su primer apresurado matrimonio y un segundo con una divorciada que le superaba diez años y que empezaba a estar de los nervios. Intentó borrar de su disco duro cuanto había sido: disponía de efectivo, era reconocido, padecía de hemorragias y tuberculosis, pero estaba deseoso de marcha para lo que le restara. Moraba en Vailima, la sublimación de Samoa y de las melosas aguas que cautivaran a Gauguin y a su colega Melville: "La selva, el mar y las montañas: es verdaderamente un noble paraíso".

Los gasteiztarras, a falta de jungla, contamos con los bosquecillos -sitiados ya de ladrillo y hormigón- que rodean la ciudad; la playa está a tiro de piedra e incluso de billete de ferrocarril y nuestros embalses también tienen surfistas de agua dulce y cocodrilos... de plástico. Qué decir del Zaldiaran y de los montes de Vitoria, de nuestros parques y jardines y otras "mil bellezas que admirar" que cantara Donnay. Don Alfredo, nuestro bardo, que hoy iría de gira con Maná, de telonero con Serrat/Sabina o acompañando a Potato por su Euskadi Tropikal. Para estar más cerca del paraíso nos llegan las fiestas y, a otros, las vacaciones. Tiempo tendremos para reponernos de varias pesadillas: las hipotecas con medio punto de subida, el poder adquisitivo por los suelos... y unas instituciones con nuevos responsables para empezar a cambiar.

Imaginemos a Stevenson en la capital vasca: levantándose tarde y saliendo a la calle con un gorro de tópico mexicano, unos collares hawaianos, una insignia de la Real Sociedad -por los colores, claro- y los pantalones remangados, que no de pirata. Quedándose frito a mediodía, tomar el aperitivo con pintxo en los aledaños de la Dato antes de comer, no almorzar y engullir doblado un bocata con cerveza hirviendo a las seis de la tarde y, desde ese momento, empezar a bailar Paquito el Chocolatero... y lo que toquen. Sabe, como buen escocés, que el agua está reñida con el alcohol, que en fiestas vale casi todo. Por eso ha dicho goodbye a la rutina, a lo cotidiano, a las preocupaciones... Ha llegado el desmadre, la juerga y las ganas de tomar algo cada tres minutos. Casi nadie se extrañará de nada y no se fijaran en él, aunque -quienes le tratan- intuyen que se trata de un tipo normal, de la cuadrilla de Los Tímidos.

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Roberto sabe que es habitual hacerse -la primera noche de juerga- con un sombrero. No importa de qué tipo. De paja, de peinaberzas, de publicidad de alguna pescadería... Todo vale. Reconoce que hay quien juega con ventaja y ya tiene el del año pasado que tanta suerte le trajo... Los collares, como en sus paradisíacas islas, le pueden servir. Algo que también le vendría de perlas es un peluche o cualquier mascota hortera... Y, eso sí, la vestimenta de batalla y la cartera llena, porque mientras Celedón hace de las suyas, en el edén los precios suben al cielo.

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