El retorno de la leyenda
Elvis Presley sigue vivo a los 30 años de su muerte. El 16 de agosto de 1977, 'El Rey', uno de los pocos artistas de la historia que han vendido más de mil millones de discos, fallecía con catorce sustancias nocivas en su cuerpo. Sin embargo, su mito no ha dejado de crecer en todo este tiempo.
Elvis era la mayor gloria de Memphis, y las autoridades ocultaron la causa de su muerte
En los setenta encontró un público más proletario que de clase media
Expresado con rotundidad, Elvis genera ahora más beneficios que cuando estaba vivo
Lo cuenta Alastair Campbell, el doctor brujo de Tony Blair. En su libro The Blair years refleja una conversación entre su jefe y José María Aznar. Las encuestas informan de que sólo un 4% de los españoles apoya entrar en guerra con Irak. En un momento, "Blair dijo a Aznar que un 4% era aproximadamente lo que saldría en una encuesta sobre la gente que cree que Elvis está vivo, así que tenía una dura batalla".
El sarcástico primer ministro británico minimizaba la "dura batalla" del presidente del Gobierno español. La última vez que se planteó esa pregunta -"¿piensa usted que Elvis sigue vivo?"-, en Estados Unidos salió un 14% de creyentes. ¿Disparate? Estos fieles están convencidos de que Presley fingió su muerte para esquivar una nebulosa amenaza por parte de la Mafia, que sabía que ejercía clandestinamente como investigador de Washington y quería impedirle que testificara; otro argumento es un cansancio del artista ante las imposiciones de la fama.
Abundan los libros que desarrollan esa teoría. Gail Brewer-Giorgio es una novelista que incluso acompaña sus delirios -¿Está vivo Elvis?, Plaza y Janés, 1988- con una casete que, asegura, contiene la voz de Presley en la clandestinidad. En La tumba sin sosiego, Belkis Cuza-Malé, una periodista de origen cubano, insiste en que Elvis se llama ahora Jon Burrows y vive en Tejas. Se trata de una fantasía tan persistente que Nik Cohn, el autor de Fiebre del sábado noche, ha decidido darle carpetazo. En un relato publicado en junio en The Observer se encuentra con el cantante en un pantano de Luisiana: Elvis tiene 72 años... y un cáncer de próstata.
Cohn es un excelente ventrílocuo, que imagina un Elvis reflexivo: "Todo lo que hice fue abrir la boca y cantar. La música era mi forma de dejar salir los sentimientos, tan natural como hablar, posiblemente más natural. Nunca se me dio bien lo de expresarme con palabras, pero cantar era como respirar. Me brotaba, no podía evitarlo. De repente, el mundo estalló ante mí -bang, bang, bang- y me convertí, podrías decirlo así, en la mayor estrella del planeta. Un día no era una mierda y al siguiente la gente hablaba de mí como si fuera el diablo, incluso como si fuera Dios".
El Elvis de Nik Cohn revela que su rock and roll simplemente llevaba al terreno profano la música que escuchaba en las iglesias, en los sings donde actuaban artistas de gospel: "Creo que los periodistas se equivocaron. Todos siguieron a Sam Phillips [descubridor de Elvis] y dijeron que yo era un chico blanco que sonaba negro, como si eso explicara todo. Pero nunca soné negro, ni siquiera lo intenté. Lo que yo sonaba era a iglesia. Esos cantantes, cuando se bajaban del escenario, eran gente normal, pero cuando les llegaba el espíritu, se elevaban, eran transportados. Lo mismo me pasaba a mí. Cuando me subía al escenario, algo entraba en mí. La gente que no sabía de dónde venía decía que estaba loco, que era indecente, pero cualquiera que hubiera ido a una iglesia sureña sabía que estaba poseído. Y todas aquellas chicas que chillaban, se desmayaban, montaban disturbios, me convirtieron en un ídolo; ellas no lo sabían, pero estaban alabando a Dios".
Habla, sigamos la ficción, alguien cercano a la muerte, reconciliado con la fe de sus mayores. En la realidad, Elvis se alejaba bastante del cristiano modélico: no interrumpía su hedonista ritmo de vida los domingos y prefería el trato con los médicos a las consultas con los reverendos. Sus creencias tendían hacia una ensalada espiritualista, muy propia de finales de los sesenta, donde cabían hasta las religiones orientales. Fue iniciado por su peluquero californiano, Larry Geller, que le vendió el paquete completo: teosofía, rosacruces, maestros tibetanos, gurús hirsutos, numerología.
Elvis se sentía atraído por lo esotérico. El 16 de agosto de 1977, cuando se fue al lavabo de su dormitorio para combatir su insomnio con la lectura, se llevó un libro sobre la sábana de Turín, el supuesto sudario de Jesucristo. Cuando Ginger Alden, su última novia, quiso recordarle que debían volar rumbo a la primera fecha de su gira, ya estaba frío, y los esfuerzos para reanimarle fueron inútiles.
Elvis era la mayor gloria de Memphis, y las autoridades de la ciudad de Tennessee decidieron ocultar la causa de su muerte, atribuida a una "arritmia cardiaca". No se podía revelar la verdad: que en su cuerpo había rastros de 14 medicamentos, desde morfina hasta diazepam.
Una de tantas paradojas de Elvis: era un drogota, aunque se presentó en la Casa Blanca en 1970 y ofreció al entonces presidente, Richard M. Nixon, convertirse en agente secreto para combatir la cultura de las drogas que promovían los Beatles y las campañas de personajes como la actriz Jane Fonda. Elvis consiguió su objetivo -una chapa de la Oficina de Narcóticos y Drogas Peligrosas-, y Nixon se quedó encantado de contar con semejante aliado.
Según Elvis, el mundo de la música era una ciudad demasiado pequeña para alojar a dos fenómenos planetarios: The Beatles sobraban. En 1965, los músicos de Liverpool se habían aproximado a Elvis, una reunión en la cumbre concertada por sus representantes. Resultaron ser unos súbditos algo irrespetuosos: John Lennon le reprochó que ya no hiciera discos al viejo estilo. Magnánimo, Elvis prometió grabar uno, por pura diversión. "Pues nos lo compraremos", respondió Lennon, dejando ver que no le interesaba lo que Elvis estaba editando en los años sesenta.
Lennon había malinterpretado, igual que la mayoría de los fans europeos, la vocación artística de Elvis. Para millones de adolescentes que vivieron los años cincuenta, era símbolo y catalizador de los asombrosos cambios culturales que estaban alborotando las sociedades occidentales. Todo eso le sonaba absurdo a Presley: él se consideraba esencialmente un entretenedor, nada más y nada menos. Por circunstancias, se había convertido en el Moisés del rock and roll, un profeta de la rebelión juvenil, pero no había que rascar mucho para entender que habría preferido ser lanzado como un nuevo Dean Martin: cantante y actor, un vividor.
Es decir, Elvis no traicionaba sus impulsos cuando, tras la temporada en el Ejército, renunció a los directos y se consagró a Hollywood. El problema es que le encasillaron en películas simplonas, que acabaron con sus sueños de transformarse en el continuador de James Dean. Sin quererlo, se encontró haciendo cine de serie B. Puede que no llegara a enterarse, pero sus títulos -baratos, rentables- fueron moneda de cambio para que su productor pudiera financiar filmes de prestigio, como Beckett.
El desperdicio de sus posibilidades cinematográficas llevó consigo la degeneración de su carrera musical. Durante los años sesenta, Elvis editó esencialmente temas extraídos de sus bandas sonoras, que estaban al servicio de los argumentos. Una recopilación reciente, At the movies (Sony BMG), revela que no todo lo que grabó entonces era basura, o al menos eso pensamos ahora, que hemos aprendido a paladear la música popular con ironía. En su tiempo, aquella dedicación a la banalidad se vivió como una tragedia por parte de sus seguidores más exigentes. Y hasta el propio Elvis terminó asqueado por el proceso: muchas de las canciones que grababa únicamente tenían sentido en el contexto de las películas y, de todos modos, sólo podían proceder de compositores contratados por las editoriales en que Elvis tenía participación, que no estaban a la altura de Leiber-Stoller, Pomus-Shuman y sus demás proveedores de los cincuenta.
Si la historia de Elvis nos ha seguido fascinando en los treinta años que han pasado tras su muerte, se debe a lo que tiene de ejemplar. Cuenta incluso con el villano perfecto, el malvado irredimible, su manager. Se hacía llamar coronel Tom Parker, pero mentía: el título militar era honorario y había sido bautizado como Dries van Kuijk. Holandés de nacimiento, este chaval ambicioso emigró ilegalmente a Estados Unidos. Ese pequeño detalle explica que nunca permitiera que Elvis actuara en el extranjero o que no visitara a su pupilo cuando cumplía el servicio militar en la República Federal de Alemania: no podía arriesgarse a solicitar un pasaporte.
De profesión feriante, Parker adquirió unos conocimientos de psicología que le permitieron prosperar. Finalmente, tras trabajar en la segunda división con figuras del country, le tocó la lotería: desplazando a los que primero se habían fijado en Elvis, se hizo con el management del cantante tras embaucar a sus padres. Su gestión se caracterizó por la búsqueda de los beneficios rápidos, sin pensar ni por un minuto en la dimensión artística. Sus contrincantes se levantaban noqueados de la mesa de negociación, pero, a la larga, sus contratos resultaron desastrosos. Durante un tiempo, Elvis pudo ser el actor mejor pagado de Hollywood, pero hundió su reputación, rescatada in extremis por el especial navideño de 1968 para la cadena NBC, que recuperó -superando las objeciones del manager- al cantante intenso, vestido de cuero negro y seguro de sus poderes.
A continuación, Presley tuvo hambre de directo. Parker le colocó en Las Vegas, en lo que se describió como una jugada maestra. Por el contrario, cuando pasaron los años, se comprobó que le había vendido muy barato. Como siembre, Parker tenía motivos subrepticios de interés personal: adicto al juego, consiguió allí todo tipo de prerrogativas. Bien es cierto que Las Vegas permitió el nacimiento de un nuevo Elvis. El cantante, que había pinchado en su primera visita a la ciudad de los casinos, en 1956, esta vez estudió el terreno y aprendió de Tom Jones, que seducía al personal cargando las tintas eróticas. Además, Elvis se hizo acompañar por un batallón de músicos y coristas. Triunfó a lo grande y volvió a las giras: entre 1969 y 1977 realizó 1.145 conciertos.
Ya no era el rockero que emocionaba a John Lennon. Repasaba su repertorio de los años cincuenta con una impaciencia que bordeaba el desprecio: prefería las grandes baladas y las clásicas del country y el gospel. En realidad, interpretaba todo lo que servía para glorificarse. Le robó a su enemigo Frank Sinatra su canción emblemática, My way. Hasta cantó Yesterday, una pieza identificada con los odiados Beatles. Su vestuario estaba más allá de las definiciones de elegancia: pedrería, cinturones gigantes, colgantes, patas de elefante, capas. Un cruce entre la ropa de los cantantes de Nashville y los uniformes de trabajo de los pimps (proxenetas) de Harlem, eran trajes que le permitían hacer exhibiciones de kárate y, con el tiempo, disimularían su obesidad y su incontinencia.
Visto desde la estética del rock, el movimiento que él puso en marcha, el Elvis de los setenta parecía un monstruo. Pero había encontrado un público, más cercano al proletariado que a la clase media, que se identificaba con su epopeya. Volvió a vender discos en grandes cantidades, con historias adultas como Suspicious minds o In the ghetto. Fue entonces cuando Parker firmó uno de los contratos discográficos más desastrosos. En 1973, por 5.400.000 dólares, cedió a RCA los derechos a las regalías futuras de los centenares de canciones grabadas por Elvis. Lo que parecía una fortuna resultó una minucia en comparación con las royalties que generaría aquel repertorio.
Un error mayúsculo, aunque el apoderado aquí podría defenderse: Elvis necesitaba liquidez, ya que sus gastos superaban sus ingresos (no ayudaba, claro, que Parker se quedara con el 50%). El cantante era un manirroto: el capricho de convertirse en propietario de un rancho le vació los bolsillos, dado que regaló vehículos -una costumbre suya, de la que se beneficiaron incluso desconocidos- a todos sus asociados y compró abundante maquinaria agrícola; convertido el lugar en atracción turística, debió renunciar a su sueño de señor de la plantación. Las extravagancias estaban a la orden del día: usaba sus aviones para, por ejemplo, invitar a sus colegas, la llamada mafia de Memphis, a unos gigantescos bocadillos de mantequilla de cacahuete y plátanos que se elaboraban en un restaurante de Denver (Colorado); cinco horas de vuelo y 42.000 galones de combustible invertidos en satisfacer el antojo.
Es leyenda que, cuando falleció Elvis, un listillo de Hollywood sentenció: "¡Bueno para su carrera!". Coincidía con la reacción del coronel Parker, que tardó en acercarse a Memphis: antes de acudir al entierro, negoció los derechos de merchandising y se ocupó de que las fábricas de RCA se concentraran en prensar discos de Elvis. El impacto de aquel acontecimiento iba a superar cualquier tipo de previsión.
Se puede hablar de un antes y un después en las muertes de celebridades. Con Elvis, fue la primera vez que esas noticias saltaron de las necrológicas o la sección de espectáculos a la primera página de los periódicos. Tenía matices que justificaban ese tratamiento: resultaba inexplicable, a no ser que se hubiera leído Elvis, what happened, libro publicado unas semanas antes en el que tres de sus antiguos empleados desvelaban por vez primera la peculiar existencia del Rey.
Además, los medios de comunicación estaban en manos de periodistas que habían crecido con Elvis: podían ser admiradores o detractores, pero todos habían discutido sobre el personaje y sus bandazos. Los más listos entendieron que aquello significaba algo más que la desaparición del patriarca del rock: Elvis había derribado barreras morales, raciales, culturales; se trataba de una noticia extramusical.
Lo que nadie podía imaginar es que el culto de Elvis Presley evolucionaría hasta transformarle en un santo canonizado por voluntad popular. Millones de estadounidenses se reconocieron en la vertiginosa ascensión del cantante. De las posibles lecturas, se quedaban con la que potenciaba el mito de EE UU como tierra de las oportunidades: el muchacho sin educación, hijo de un presidiario, que supo buscarse la vida; el paleto que se codeó con presidentes y la élite de Hollywood. Hasta su caída fue asumida en clave religiosa: el pecador que buscaba la redención, el cordero del sacrificio. Al poco, los vendedores de retratos en terciopelo advertían que Elvis superaba en ventas a Jesucristo y a las escenas de ciervos en el bosque.
Eso se traduce en ríos de dinero. Expresado con rotundidad, digamos que Elvis genera ahora más beneficios que cuando estaba vivo. Durante unos años, el coronel Parker disfrutó de lo lindo: tenía el control de una máquina de imprimir billetes, sin las complicaciones de tratar con aquel artista que le daba tantos disgustos (chicas embarazadas, sobredosis, números rojos...). Hasta que la heredera, Lisa Marie Presley, de la mano de su madre, le llevó a los tribunales y se descubrió el pastel. Lo que siempre se había proclamado como genialidad empresarial se reveló que tenía nombres más feos en diferentes apartados del Código Penal: era de libro, pero en lo negativo.
A mediados de los ochenta, Parker había sido expulsado del paraíso. Para hacerlo más doloroso, una sociedad creada por él, Elvis Presley Enterprises, se ocupó de explotar el filón. EPE ha elevado Graceland, la mansión de Elvis, a la categoría de uno de los mayores destinos turísticos de Estados Unidos. Tennessee ha sido generoso: la legislatura del Estado aprobó en 1984 el Acta de Protección de Derechos Personales, que otorga a perpetuidad la facultad de explotación de la imagen de los famosos nacidos allí a sus herederos. Bastó con llorar un poco: se explicó que las ventas millonarias de discos de Elvis no reportaban ingresos para su descendiente. Años después, RCA terminó pactando un porcentaje para EPE, aunque la discográfica no estaba obligada a pagar por lo grabado antes de 1973.
Les conviene estar a bien. Sony BMG, que integra actualmente a RCA, se esfuerza por preparar discos bien cuidados, tanto en sonido como en presentación, reforzados por textos eruditos; prefieren olvidar algunos lanzamientos desafortunados que salieron tras la muerte. Igual es el planteamiento de EPE, que se niega a autorizar iniciativas que linden con el mal gusto. No pueden hacer nada contra los aspectos más chirriantes del culto a Elvis, como la proliferación de imitadores o los centenares de libros escritos por las personas que trataron a Elvis.
El negocio va a seguir boyante mientras vivan los que contemplaron, con más o menos deleite, la trayectoria del cantante. Se ha convertido en un arquetipo estadounidense, incluso en el mundillo de los profesionales de la política. Según ellos, "nadie puede llegar a presidente de Estados Unidos sin tener algo de Elvis". Es una gracieta que surge cuando se pretende explicar los fracasos de Al Gore o John Kerry; por el contrario, añaden, George W. Bush tuvo unos años de vida peligrosa, a lo Elvis, que le permitieron mostrarse arrepentido y ganar simpatías. Puede que Tony Blair estuviera pensando en el factor Elvis aquel día que charlaba con Aznar sobre maneras de embarcarse en una guerra que sus ciudadanos no querían.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.