Bailando con la historia
Esto es la pérgola, en el parque de la Ciutadella de Barcelona, y éste es un primer o tercer domingo de mes, cuando las parejas que aquí vemos tienen vía libre para entrar en la fábrica de ilusiones. Esos dos días, la pérgola se llena de parejas y de ritmos, de libertades que se mueven en círculo y de sueños tan pequeñitos que caben en un solo domingo.
El buen pueblo barcelonés, el de las calles, siempre tuvo pisos pequeñitos, chimeneas altas e ilusiones grandes. Hoy le han aliviado de las chimeneas, pero quedan los minipisos, bendecidos por sucesivas generaciones de ministros de la Vivienda: y todos sabemos que cuando 100 años de ministros dicen lo mismo, la cosa mal remedio tiene. Pero al buen pueblo le quedan las ilusiones, y para eso sólo necesita un poco de espacio, unas horas de libertad y un entorno de árboles donde los gorriones estén dispuestos a aprender la samba.
La pérgola se llena de parejas y de ritmos, de libertades y de sueños pequeños, que caben en un solo domingo
Lo que vemos en la foto son parejas que aprovechan sus dos domingos al mes para poner nombre a las horas y ensayar sus bailes. Al fondo se ven las avenidas en las que hay árboles centenarios y estatuas de damiselas a las que sorprendió una tarde de lluvia. Los gorriones no se ven, porque como todo el mundo sabe, los pájaros tienen una vida secreta.
Pero sobre este paraje, hoy tan festivo, gravita el peso de la historia. Antes de 1714 existió, muy cerca de estos paseos, un barrio denso de pescadores y trajineros, de mozos de cuerda y fabricantes de catedrales. Porque no en vano las gentes pobres del barrio alzaron Santa Maria del Mar con sus manos y sus monedas de cobre. Ese barrio se llamaba de la Ribera, y hoy los restos de sus casas han aparecido en el subsuelo del mercado del Borne, con gran alegría de los fotógrafos y un notable desconcierto municipal. Durante años y años, se había vendido pescado fresco sobre las salas de estar de los muertos.
Pero sobre las cenizas de este barrio se alza un drama humano que, en este caso, la historia se ha encargado de silenciar, quizá porque a la gran historia le interesan menos las lágrimas humanas que el pipí de los reyes. Felipe V ordenó destruir la Ribera para construir la Ciutadella, un enorme cuartel que era el símbolo de su dominio sobre Barcelona, la ciudad levantisca que se le había resistido por un simple sentimiento de honor. Y desde el punto de vista militar, el emplazamiento era perfecto. Cualquier ciudadano mínimamente observador puede darse cuenta de que una carga de caballería partida de la Ciutadella podía seguir en línea recta a través de la calle de Princesa, la plaza de Sant Jaume (centro neurálgico del poder), la calle de Ferran y Nou de la Rambla, hasta llegar sin problemas al Paral·lel y el Raval, donde los obreros solían hacerse fuertes, sin pensar que iban a ser machacados por la espalda por la otra caballería procedente de Montjuïc. Al día siguiente quedaba en la calle una barricada a medio alzar, unas banderas republicanas y unas mujeres que se habían vestido de negro.
Sobre la Ciutadella imperó el Conde de España, tan cruel que, como capitán general, asistía a las ejecuciones y luego bailaba ante los ahorcados. Cuando el odio popular destruyó la Ciutadella, se alzó sobre sus terrenos el parque del mismo nombre, y más tarde hubo un alcalde -José María de Porcioles- que imaginó el plan de la Ribera, que es hoy la Vil·la Olímpica. A ver si resultará que el señor Porcioles, gran maquinador de extrarradios, fue un poeta.
Pero las parejas de la foto no se acuerdan de la historia, y hacen bien, aunque deberían dar gracias a los muertos. Merced a ellos, hoy bailan, quizá se besan, se hacen amigos de los pájaros y planean una hipoteca.
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