Bebo y Chucho
Los dos extraordinarios pianistas cubanos firman una noche para la historia en su primera gira juntos
Fue una noche para la historia la del jueves en el Patio del Conde Duque de Madrid. Lo son todas las de este breve periplo que están realizando los Valdés por España. Sí, cierto que Bebo y Chucho ya se habían encontrado antes en otros escenarios de forma puntual, pero nunca antes habían salido juntos de gira.
Empezó el cuarteto de Chucho Valdés -Juan Carlos Rojas Castro (batería), Lázaro Rivero Alarcón (bajo) y Yaroldy Abreu Robles (percusión)- con un tributo a Duke Ellington, organizado a partir de numerosas citas de sus composiciones que el pianista se llevaba con sus poderosos tumbaos hacia los ritmos cubanos. Siguió luego un preludio dedicado a Bebo, del disco que acaban de grabar juntos padre e hijo, y aún hubo un tercer homenaje, un mambo para Zawinul, creador del In a silent way de Miles Davis y fundador de Weather Report. Todo lo resuelve Chucho con pasmosa facilidad, aunque no siempre con la deseable sutileza.
Chucho es el pianista total; Bebo, el que el público español ama desde 'Calle 54' y 'Lágrimas negras'
En el formato de piano solo es donde Chucho se siente más cómodo, pero se divirtió retando al hombre de las tumbadoras: iba soltando fragmentos de obras de Mozart o Ravel -por momentos aquello parecía una selección de clásicos populares-, y temas como el que Mancini compuso para La Pantera Rosa, a la espera de la reacción de un percusionista capaz de devolverle desde los cueros, una y otra vez, todas las melodías y juegos malabares.
La otra Valdés, Mayra Caridad, hermana de Chucho e hija de Bebo, pareció un poco desplazada. Los boleros -cantó Tres palabras- no son lo suyo, y mejoró algo con el scat jazzístico y los esbozos de cantos de inspiración religiosa afrocubana.
A Bebo sus actuales promotores le miman. Contados conciertos y un tiempo razonable en el escenario. Salió a la hora de haber comenzado el concierto y se quedó solo para tocar lo que le venía en gana. Por ejemplo, el delicioso Waltz for Debby, de Bill Evans, o su compleja Oleaje. Bebo sería como el pianista de Casablanca al que uno no se cansa de pedirle "¡tócala otra vez, Bebo!". En los dedos del patriarca de los Valdés, en su estilo elegante y fluido, está impreso el código de la mejor música cubana, la que escribieron Ernesto Lecuona, Ignacio Cervantes o Manuel Saumell; en los de Chucho Valdés, se puede rastrear la gran música para piano que crearon tanto Art Tatum como Rachmaninov. Chucho es el pianista total, el de cultura enciclopédica y técnica que deja boquiabierto; Bebo, el pianista al que el público español ama desde que Fernando Trueba le lio en Estocolmo para participar en la película Calle 54 o el disco Lágrimas negras.
Para los dúos con su hijo (Tea for two, El cumbanchero, La comparsa...), Bebo Valdés tuvo de escudero al magnífico Javier Colina, contrabajista con el que ha tocado a menudo y con el que tiene disco a punto de mercado. Cuando se sientan al piano, uno frente al otro, da la impresión de que Chucho anda más pendiente de escuchar lo que está haciendo Bebo que de tocar su parte. Ya le sucedió en Calle 54. Y, en esos instantes, el pianista torrencial, el hombretón de casi dos metros, vuelve a ser aquel chiquillo que miraba con el rabillo del ojo todo lo que su padre iba tocando en el hogar de los Valdés, en el barrio habanero de Santa Amalia. El niño que nunca dejó de admirar a su maestro pese a que un día, de pronto, se quedó sin profesor y sin padre: en octubre de 1960, Bebo se subió en un avión para escapar del régimen cubano y no ha regresado a la isla en la que vive Chucho. Cuarenta y siete años después, los dos andan juntos por la carretera.

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