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Reportaje:Una ciudad averiada

La ciudad del bien y del mal

El apagón trazó una extraña geografía urbana de luz y tinieblas, mientras los vecinos protestaban o tomaban el fresco

Desde el Tibidabo, a las cuatro de la madrugada de ayer, se divisaban dos ciudades a izquierda y derecha de Montjuïc. Al sur, la Zona Franca y el curso bajo del Llobregat, radiantes. En medio y hacia levante, una gran mancha oscura. Más allá, en el litoral y en las márgenes del otro río, el Besòs, de nuevo la luz.

Era extraño, no había ninguna lógica en la sucesión de claroscuros, ni sociológica ni de otro tipo. Las sombras cubrían un barrio popular y de copas como Gràcia, una zona de clase media-alta (más media o más alta según la distancia del paseo de Gràcia) y suburbios trabajadores como Sant Andreu o parte de Nou Barris.

El corazón de las tinieblas se hallaba en el paseo de Maragall, donde ardió la subestación eléctrica que causó más problemas. Unos 200 vecinos ocuparon la calzada a medianoche y con pitos y consignas ("Esto es un atraco", "Fuera policía, dadnos la luz") ante efectivos de la Guardia Urbana y de los Mossos d'Esquadra, que no llegaron a intervenir. Las protestas arreciaron cuando un camión tráiler arrastró hasta el cruce de Maragall con Escornalbou un enorme transformador que, sin embargo, no entró en servicio hasta el día de ayer.

Unos vecinos protestaban, mientras otros tomaban el fresco En la plaza del Sol las velas crearon un ambiente relajado

A varias travesías de distancia, el presidente de la Generalitat, José Montilla, el consejero de Interior, Joan Saura, y la concejal de Seguridad, Assumpta Escarp, tomaban a esa hora el pulso a la situación. Montilla recibió en ese momento una llamada del ministro del Ejército, José Antonio Alonso, ofreciéndole grupos electrógenos militares que ayer entraron en funcionamiento. Los rostros eran graves, acaso recordando el revés político que supuso, hace ahora un año, la ocupación de las pistas del aeropuerto de El Prat. Al cabo de poco, la comitiva política subía a los coches y tras dar otra vuelta por el lugar se dirigía a la Generalitat para seguir la evolución de la noche desde el puente de mando.

Los vecinos se tomaban la cosa, por su parte, con una mezcla de rabia muy temperada, fatalismo y hasta indolencia veraniega. Los más combativos, armados con cacerolas, hallaban en efecto el contrapunto en pacíficos observadores en camiseta imperio que simplemente tomaban el fresco en los balcones, visto que se habían quedado sin televisión, y otros que ironizaban cáusticamente sobre quién les pagaría el solomillo estropeado en la nevera o quién les explicaría el capítulo de Ventdelplà que se habían saltado por causa de fuerza mayor. "Ponga a ver si TV-3 lo puede reemitir. Es que soy de Breda, ¿sabe?", suplicaba una vecina al periodista con indisimulado cachondeo.

Otros activistas contra el oscurantismo aguzaban el ingenio para incorporar tecnología punta a la protesta. De repente, en la pared de la subestación de Maragall apareció proyectada desde una terraza cercana la frase "Queremos luz". Nadie confundió esta justa demanda con una torcida consigna de una secta religiosa.

El clima era de complicidades y de cierto hastío por la precariedad de las infraestructuras en Cataluña. "Montilla, enciende la bombilla", sintetizaba un ciudadano, mientras otro vociferaba desde una ventana que Clos se fuera a su casa, no reparando en el detalle de que el ministro se hallaba, en esos momentos, a más de 600 kilómetros de distancia. Nadie se metía de forma explícita con la empresas causantes del desastre que llevaba de cabeza a los responsables políticos.

En Gràcia, barrio progre de gente joven, más que indignación el apagón había creado un "ambiente superenrollado" a la luz de las velas y de la bonita media luna que lucía en el firmamento, según un noctámbulo de la plaza del Sol. Un revival de los sesenta que apenas duró hasta las 00.45 horas, cuando quedó restablecido el suministro eléctrico. Media hora después aparecían tres tiparrones de la Guardia Urbana pidiendo amablemente a la gente que se levantara del suelo porque había que limpiar el mar de latas de cerveza. Ni la más leve resistencia: el buen rollete observa leyes muy suyas. La secuela más visible del apagón en el bar de la plaza era que las medianas de cerveza estaban tibias, por lo que no se servían. En cambio, las cañas, enfriadas por gas a presión, volaban de la barra en dirección a las gargantas sedientas.

La ciudadanía se comportó en general con un alto sentido de la dignidad. El tráfico se autorregulaba con prudencia en los cruces del Eixample. Olvidadas las reglas de preferencia de paso del código de circulación por efecto de la proliferación de semáforos, surgía entre los conductores un tácito sentido de superioridad por parte de las vías principales frente a una curiosa subordinación de las secundarias. La emergencia había calado hondo en los ánimos y no pareció que nadie quisiera aprovecharse de ella. Además, era un lunes de las postrimerías de julio, con mucha gente ya de vacaciones.

En el cruce de la Diagonal con el paseo de Sant Joan la estatua del poeta Jacint Verdaguer, también conocido como el cuervo, se encaramaba más siniestro que nunca a su columna y como nunca evocaba la Isla de los muertos de Böcklin. Junto a la base del ominoso monumento, policías armados con porras luminosas rojas y amarillas ejercían de caballeros jedi distribuyendo el tráfico a mandobles. Por la parte oscura de Gràcia, el faro de la motocicleta animaba fugazmente las fachadas de las casas, suscitando con viveza el recuerdo de la última escena de la Roma felliniana. En el Eixamble -calle de Indústria, por ejemplo- el haz del faro creaba un insólito y espectral arco luminoso que rebotaba en la bóveda de los plátanos.

A última hora de la madrugada del martes, la fotógrafa y el redactor enfilaban la Arrebassada dormida para contemplar desde el Tibidabo la ciudad iluminada y la ciudad opaca, el bien y el mal bailando azarosamente el rigodón en el llano. El gran Cristo del templo se abría de brazos como diciendo "qué quieren, a veces se va la luz". A sus pies, tres simpáticos y escuchimizados jabalíes hozaban entre los desperdicios dejados en las papeleras por los visitantes. Mala cosecha: el parque de atracciones, el lunes, permaneció cerrado al público.

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