El golpe de timón de Josu Jon Imaz
Con su artículo "No imponer-no impedir", el presidente del PNV, Josu Jon Imaz, acaba de dar un golpe de timón dirigido a reconducir la deriva soberanista institucional en la que su partido ha embarcado a la política vasca en los últimos años. Es un movimiento de calado y alcance, no sólo porque busca atajar el intento del lehendakari Ibarretxe de resucitar su plan en los dos años que le restan de legislatura, sino, porque en la antesala de las elecciones internas de su partido, pretende también reorientarlo hacia un modelo de nacionalismo diferente.
Alarmado por la huida hacia delante que supone tratar de recuperar el banderín de enganche de la consulta popular, tras el fracaso de la negociación con ETA y el retroceso electoral de las fuerzas que componen el tripartito vasco, el presidente del PNV ha trazado una serie de líneas rojas que reducen el margen de maniobra en ese campo del lehendakari.
De entrada, porque considera que la prioridad es la lucha policial contra ETA y su deslegitimación política y social. Imaz cree que sólo la desaparición definitiva del terrorismo —no solo la ausencia provisional, condicionada, de una tregua—, permitiría crear las condiciones necesarias para un referendo e impedir que ETA saque provecho de la previsible doble confrontación entre vascos y entre las instituciones de Euskadi y de España.
Frente al propósito de imponer el peso de la mayoría —el soberanismo se aferra a la validez del 51%—, Imaz pone como condición a la consulta el respeto a la pluralidad, entendida como consenso entre las dos grandes tradiciones e identidades, nacionalista y no nacionalista, del país.
Más aún: contra la pretensión de Ibarretxe de recabar la adhesión popular a lo que pueda acordar el Parlamento autonómico, Imaz invoca el principio de legalidad y el respeto al marco jurídico vigente, aunque reclame que el Parlamento español no modifique un acuerdo de la Cámara vasca obtenido en esas circunstancias. La consulta no sería así sino el referendo previsto para la aprobación de un Estatuto.
Pero su artículo, un cortafuegos con el que trata de evitar el choque entre las legitimidades "vasca" y "española" subyacente en el plan Ibarretxe, supone también la proclamación de una nueva política, bien anclada en la historia del nacionalismo pero alternativa a la que ha venido aplicando su partido. En el arco del péndulo patriótico que ha llevado al PNV a oscilar entre el aranismo independentista y el pactismo estatutista, Imaz se ha situado resueltamente en este último campo, abandonando en buena medida la ambigüedad calculada.
¿Se ha llegado a un punto crítico que exige clarificación y hace imposible el juego convenido de los dobles lenguajes? Aunque Ibarretxe no pueda presentar un gran balance —basta ver los últimos resultados electorales en Guipúzcoa y Álava—, es dudoso que el PNV renuncie a esa ambigüedad que le resulta consustancial.
En esa pugna interna que debe culminar con la designación de una nueva dirección y un candidato a lehendakari, Imaz ha tomado la iniciativa, ha marcado su territorio y ha mostrado sus cartas. No es evidente, sin embargo, que este golpe de timón, esperado por muchos nacionalistas, le garantice la reelección, ni tampoco que conduzca a su partido por la ruta fijada. Además de contrarrestar la influencia de un Ibarretxe respaldado por EA y EB (IU) en el Gobierno, el presidente del PNV tiene que enfrentarse a la corriente soberanista, partidaria de la acumulación de fuerzas (alianza con Batasuna) que, personalizada en Joseba Egibar, domina las ejecutivas de Guipúzcoa y Álava.
Pese a que controla el aparato en Vizcaya, que aporta a la asamblea general más del 60% de los votos, Imaz no deja de traslucir una cierta soledad. Puede que ahora se haya convencido de que, para liderar verdaderamente el PNV, necesita, además de los votos, el poder de intervenir sobre la doctrina.
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