El sátiro en su esquina
En sus últimos años Brossa empezó a recibir besitos de la Fortuna, esa mujer de dientes de perlas y labios de rubíes que le había ignorado durante décadas. Desconozco si le hacían mucha ilusión tales besitos. Parte de mérito en ese cambio le corresponde al alcalde de entonces, que le apañó una especie de semanada cuando el artista se hallaba en dificultades. Brossa se convirtió en patrimonio ciudadano, en quintaesencia barcelonesa. Cada vez que hablaba decía algo inesperado, ingenioso, y a veces tan antiguo que sonaba original; por ejemplo, le agradaba oficiar de tremendo comecuras. Repetía la misma gracia de Unamuno: "Como decía Unamuno, les llaman curas y son la enfermedad misma". Cuando viajaba a Vic lo hacía con mucho recelo, debido a la gran sobresaturación de curas y capellanes de que adolece esa ciudad.
En la Barcelona hiperdiseñada resultaba fascinante y "auténtica" su estampa de trapero, la barba de dos días, la ropa con lamparones, sentado en una mecedora, sobre una alfombra de periódicos arrugados -variante pantuflista del artista atormentado y agónico de toda la vida, tipo Bacon o Pollock-. Cuando tenía que salir, sustituía las pantuflas por esos zapatos de pana que tanto gustan a los jubilados. Se le organizaron retrospectivas en la Miró, en el Reina Sofía de Madrid, en la Virreina. Estas grandes exposiciones lo revelaban como un artista imaginativo, ingenioso, fresco, fértil en trucos de prestidigitador y asociaciones de objetos dispares que sugerían ideas fulgurantes, de perfil tan nítido que parecen irresistibles, indiscutibles. Si hubiera que ponerle un reparo a su asombroso talento, diría que le sobraba a veces voluntad simbólica. Por ejemplo, el gran lienzo blanco del Macba -en el que cientos de cucarachas negras que salen de la esquina inferior derecha se esparcen en todas direcciones, como una plaga-, me lo explicó como una alegoría del avance de las ideas conservadoras, o reaccionarias, o de la derecha, o del capitalismo, o algo así.
Como sus poemas visuales, de raíz surreal, son accesibles a todos los públicos y encantan a la gente de todas las latitudes, no me explico por qué tardó tanto su "consagración". A la socorrida negra noche del franquismo no cabe atribuirle en esto mucha responsabilidad, pues el régimen amparó y potenció internacionalmente las carreras de Tàpies, de Chillida, de Oteiza y de otros señeros artistas de vanguardia. Quizá su propia actitud resistencial de bohemio a rajatabla tuvo algo que ver en ello. Nunca se sabe. No hay que descartar el factor del azar o la casualidad, la suerte es arbitraria y no siempre hace caer el dado en el número apetecido. En los últimos años Brossa cambió de galerista y con el nuevo, Miguel Marcos, parecía que iba viento en popa. Recuerdo que poco tiempo después de su muerte nos condolíamos M. M. y yo por la pérdida del artista, que, como el mítico Pan, "a todos alegraba el ánimo", con sus obras, sus dichos y sus boutades, y después de explicarme algunos de los proyectos que tenía para "lanzar" a Brossa con grandes exposiciones en Estocolmo y Londres, en París y Viena, proyectos que su fatal caída por la escalera derrumbó como un castillo de naipes, de naipes de mago, me dijo algo así: "Si llega a vivir un par de años más, le habría convertido en millonario". Yo respondí "lástima", aunque pensándolo bien, puestos a caerse por la escalera, lo mismo da pobre que rico; la vida es un cabaret, un espectáculo burlesque, bastante apolillado además.
De todos los poemas visuales de Brossa que decoran diferentes espacios públicos de Barcelona, seguramente el más visible es el monumento al libro, en el cruce de paseo de Gràcia con la Gran Via; y también es el más desafortunado, porque la base no oscila -como debería, según el proyecto del autor-, con perpetuo meneo de tentetieso, alusivo al destino del libro: "fluctuat, nec mergitur". Tal como está, no le hace justicia. En cambio, me gusta el sátiro tocando la flauta en el jardín interior de la manzana al que se entra por Rosselló-Aribau. Mejor que la fachada del colegio de aparejadores, con sus letras de colores y su gran saltamontes; mejor que el antifaz dorado incrustado en la calzada de las Ramblas; mejor que las huellas de zapato en la pared medianera de Valencia entre Balmes y Rambla de Catalunya; mejor que la "A" gigante del velódoromo de Vall d'Hebron, etcétera, etcétera, el sátiro sintetiza el espíritu de Brossa y su andadura por nuestra ciudad. Ese sátiro flautista que venció en duelo musical al mismo Apolo y a su lira, ese sátiro en silueta de metal pintado de color rojo, adosado a un naipe de hormigón como una lápida sobre una tumba, con sus cuernecillos y sus orejas puntiagudas, tiene algo de diablillo, lo que es normal porque el recuerdo de los sátiros, de los silenos, de faunos, silvanos y pánidas, criaturas caprinas de los bosques, exultantes y orgiásticas, influyó en la imagen medieval de los diablos. Arturo, el pianista del Majestic, me explicó una anécdota de la que Brossa estaba muy orgulloso. En su época más surrealista y de prácticas con la escritura automática y los psiquismos de toda laya se interesó, de una manera recreativa o especulativa, por el espiritismo, y viajó a una aldeúcha perdida en las montañas para visitar a una viejecita con fama de bruja y de vidente. Nada más poner el pie en su choza, la bruja, muy alterada, le espetó: "¡Usted! ¡Usted está cerca de Dios, muy cerca... pero exactamente de espaldas a él!".
En la esquina del fondo de un patio del Eixample, ocultando la boca de un extractor de aire. Junto a unos columpios y unos álamos temblones. Frente a los parasoles de la terraza de un hotel de lujo. Bajo las ventanas burguesas, que no dan crédito a la increíble suerte que han tenido al conocerse: no se podía haber elegido emplazamiento mejor para ese túmulo al sátiro, "al que llamaron Pan porque alegraba a todos".
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