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Cuidado con los peatones

El Ayuntamiento de Barcelona va tomando medidas restrictivas para la circulación de automóviles, sobre todo en Ciutat Vella, un barrio que no puede resistir tanta densidad de flujos diversos y contradictorios. Una de las últimas decisiones ha sido la radical supresión de algunos itinerarios a lo largo de La Rambla, con lo que el gran eje urbano se está convirtiendo en una zona de predominio peatonal, con tendencia a una próxima exclusividad.

Hace pocos días un ramblista conspicuo me decía que, tal como está el panorama, con tantos usos abusivos, con tanto turismo de samarreta i calçotets, con tantas estatuas vivas pero truculentas, con tantas mercaderías banales y a menudo repugnantes, con tantos empujones y tantas litronas, quizá era más urgente restringir -o adecuar- la acumulación de peatones que la de vehículos, los cuales, al fin y al cabo, limitados en unos pasos reducidos y bien señalizados, según las acertadas reformas de hace unos años, no son obstáculo para el buen uso colectivo de ese espacio urbano, uno de los más famosos del Mediterráneo. Hoy en La Rambla es más incómodo pasear que conducir, sobre todo si muchos peatones, además, se deciden a montar en una bicicleta indómita y mal educada.

En La Rambla, reducir la densidad de peatones sería más eficaz que reducir la circulación de automóviles

La peatonalización de grandes sectores de los núcleos históricos de las ciudades europeas es una operación que tiene muy buena prensa, a lo que, seguramente por esta razón, se suelen apuntar los políticos, a veces impremeditadamente. En el mito de la peatonalización coinciden derechas e izquierdas, desarrollistas y ecologistas, académicos de la proximidad y populistas. Pero hay que tener en cuenta que la sobreabundancia de peatones, hasta alcanzar el colapso y, sobre todo, su exclusividad, hasta formar un auténtico gueto, tiene a menudo consecuencias que habría que sopesar previamente. Una de ellas es que los guetos influyen en la transformación de los comercios que limitan el espacio y marcan su vitalidad, no sólo por el mismo fenómeno acumulativo, sino también por un proceso de masificación de una misma clase usuaria.

Si La Rambla, a pesar de sus evidentes posibilidades, no tiene hoy un comercio activo y de calidad se debe, entre otras cosas, a la masificación de peatones en la que predomina un turismo muy especial que barre el paso a cualquier otro tipo de usuarios e incluso expulsa una presencia ciudadana equilibrada. Son unos peatones que crean un paisaje abominable y que sólo necesitan -y exigen- tiendas de souvenirs y de cambio de moneda, bares de litronas, juegos callejeros y divertimientos para soportar despedidas de soltera baratas, nauseabundas y atropelladoras. Reducir la densidad de peatones -o reducir las facilidades que se les ofrece y que ya parecen preparadas para su abuso incívico- sería más eficaz que reducir la circulación de automóviles.

En general, todas las zonas peatonales -guetos en ciernes- comportan un cierto exilio de la vida normal de la ciudadanía. La demostración es que en casi todas ellas vive poca gente, no sólo por las dificultades de acceso, sino porque la terciarización los ha expulsado, sobre todo cuando se acumulan tantos sobresaltos públicos que acaban convirtiéndose en actos incívicos. Al fin y al cabo, el ruido de una masa de peatones excitados es mucho más desagradable que el de unos vehículos discretos y fáciles de controlar. Se ha comprobado que los decretos municipales para el civismo iban claramente dirigidos a las áreas sobrecargadas de actividad callejera en las que se ha perdido el valor positivo de la mezcla y las diferencias como elementos equilibrantes.

Con todo ello, no quiero decir que no sea útil un esfuerzo de restricción del automóvil, sobre todo si se acompaña con una mejora del transporte público. Al contrario. Hay que seguir en ello, pero sin caer en el error de aumentar los peligros de segregación arbitraria en los complejos usos urbanos. Tan equivocado es abusar de las autopistas urbanas como de las llamadas islas peatonales si no son objetiva y funcionalmente indispensables. Más equivocado aún es la concentración segregada de centros comerciales periféricos. La ciudad no es sólo para coches, pero tampoco lo es para peatones ni para ciclistas. Ni merece ser dilapidada en la periferia. La ciudad es para los ciudadanos de cualquier especie, incluso para los turistas que tienen sus derechos si cumplen sus obligaciones.

Oriol Bohigas es arquitecto

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