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Columna
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Hablemos de la paga

Algunos ciudadanos de Las Rozas o Torrelodones, de Navalcarnero o de Villanueva del Pardillo, de Majadahonda, Boadilla o Collado Villalba, por ejemplo, se han sentido defraudados por incomprensivos: no acaban de entender que los regidores de sus municipios aspiren a cobrarles caro con su alto sueldo el servicio municipal que les prestan; que se aumenten la paga o se la pongan, de acuerdo con una interesada valoración de su propio trabajo.

En buena parte, a los vecinos les pasa lo que les pasa por ingenuos, por mantener de la política una concepción casi altruista y de los políticos la idea de que incluso pagarían por servirnos. Ignoran que hay profesionales de lo público para los que no sólo el sueldo no es lo de menos, sino que a veces determina muchas cosas de las que pasan en los partidos y en las instituciones.

Y se llega así a tomar por sacerdotal la dedicación de alcaldes y concejales, sin siquiera tener en cuenta el derecho que el sacerdote tiene a vivir del altar, como el propio san Pablo, primer secretario de organización de la Iglesia, le reconocía al clérigo hace ya unos cuantos siglos.

Y aunque no resulte ingenuo llegar a pensar que la vanidad puede mover también a un político, y que puede ser su vanidad semejante a la del artista, y a veces coincidente en una misma persona, también es cierto que en política no hay vanidad sin nómina. Pero también los gestores públicos fomentan por su parte en tiempo de campaña electoral una imagen de entrega desinteresada, de disposición al sacrificio en aras del bien común, que acaba generando en la ciudadanía la equivocada idea de que el político no aspira al caviar en su mesa ni a dar caprichitos a sus niños.

Ahora bien, si los vecinos que se sienten estafados por la libre disposición que de sus impuestos hacen los ediles para aumentar sus cuentas corrientes, cobraran conciencia de que las ideologías no son el único ni muchas veces el principal impulso del gestor público, y que el político es hoy con frecuencia más fríamente un técnico que un ardoroso servidor, comprenderían mejor la aspiración de sus elegidos a subirse el sueldo.

Pero aún están los votantes a tiempo de aprender. Si para que hagan carrera, en un oficio en el que ni se les pide currículum ni título, se somete a los candidatos a examen por medio de un programa electoral en el que desarrollan un proyecto que juzga el alto tribunal de las urnas, sin entrar ahora a valorar la mayor o menor pereza de los miembros del tribunal ciudadano a la hora de leerse el proyecto, no menos importante sería que se les preguntara cuánto quieren cobrar.

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Metidos en competición por ganarse el puesto es posible que rivalizaran en la modestia de sus salarios para que pudiéramos ver cuál de ellos nos saldría más barato. Bien es verdad que tal vez podría ocurrirnos lo que suele pasar en las comunidades de vecinos, donde a la hora de la presentación de distintos presupuestos para una obra se origina de pronto una cierta desconfianza ante el presupuesto más barato. Lo barato sale caro, decía mi abuela. Y habría que leerse en ese caso la letra pequeña del contrato que se nos proponga: pluses, dietas, gastos de representación o retribuciones en especies. Porque de todos esos alcaldes de alto sueldo quizá no conozcan aún sus vecinos el ahorro que les suponen los banquetes y merendolas que por su afán en representarnos les pagan las arcas públicas, ni los gastos que se evitan si se les da lo que tendrían que comprarse por medio de la retribución en especies.

Otra cosa son los donativos. En la España rural de la necesidad la gente se desprendía de gallinas, huevos, chorizo y legumbres para facilitar la vida al médico, al maestro y al cura, pero ahora los donativos se llaman comisiones, peligrosas operaciones fraudulentas en las que se vende lo nuestro.

Al servidor público se le supone sometido a la ley, por lo que sobra apelar a su cumplimiento, pero también las razones morales han de contar en la actuación pública. Sin embargo, tal como están las cosas, bien parece que debamos contentarnos con que la subida escandalosa de los sueldos municipales sea legal. Aunque en este caso la legalidad venga de un "vacío legal", que es donde normalmente se tendría que aplicar la exigencia moral.

Y es curioso que se llame vacíos a los espacios de libertad que la ley deja a las personas maduras para que actúen con sentido común, que a veces no es otra cosa que considerar lo obvio sin que tengas que verte obligado a ser decente por imperativo legal.

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