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Columna
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No es sólo en latín

Andrés Ortega

En la era de la diversidad, el papa Ratzinger quiere recuperar las esencias del catolicismo, y hacerlo exclusivista. No debe sorprender. Lo avisó cuando era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Ya como sucesor de Pedro se enemistó primero con el islam, y ahora con los católicos y cristianos más liberales y, de paso, con los judíos.

Con su motu proprio ha autorizado no ya el regreso limitado a la misa en latín, sino a su rito tridentino. No es sólo que se acerque así a los lefebvristas y a los más fundamentalistas del catolicismo, sino que recupera una liturgia en la que el oficiante de la misa le da la espalda a los fieles, y supone la reinstauración de textos que en los rezos del Viernes Santo describen a los judíos como ciegos a la verdad cristiana, que deben "ser liberados de su oscuridad", lo que ha causado una protesta por parte de alguna de sus organizaciones, pues lo han recibido como una bofetada. Si choque de culturas hay, Benedicto XVI lo está exacerbando.

La vuelta al latín llega tarde, cuando, desgraciadamente, ya ha desaparecido la enseñanza de esta lengua de casi todas las educaciones generales. Generaciones enteras se han educado sin contacto con el latín. De todas formas, el latín no es ni era en nuestros tiempos no digamos ya como el inglés, sino siquiera como el árabe. Pues el Corán se recita en el mundo entero en la lengua de Mahoma. Esa es una de las ventajas globalizadoras del árabe, aunque muchos de los que escuchan o repiten sus versículos, como en su día pasaba con el latín, no lo entiendan. La importancia del regreso voluntario -cuando lo pida un número estable de creyentes en la congregación- a la misa en latín significa un retroceso en la modernización, un regreso no ya al tradicionalismo, sino al fundamentalismo. Ratzinger es un defensor de una iglesia católica pequeña y auténtica. No un populista. También se ha percatado de que los sectores religiosos que crecen hoy en día en el mundo son las más fundamentalistas, entre los cristianos o los musulmanes. Pero otras confesiones cristianas crecen más rápidamente que la católica, lo cual es una situación nueva en España.

En el seminario de Múnich Ratzinger era entonces de los más abiertos, pero pronto dio un giro conservador que está oficializando como Papa. Para defender la verdad de la Iglesia católica, ni siquiera quiere abrir la puerta a otros cristianos. En unos días, a motu proprio le ha seguido Dominus Iesus (Jesús es el Señor) que viene a ser una vindicación de la Iglesia católica como única iglesia válida, y que considera que los protestantes, incluidos los evangélicos, no pueden considerarse iglesias pues no están en la "noción teológica de la Iglesia en el sentido católico", al no respetar las normas dictadas por el Vaticano. En el fondo, está intentado deshacer algunas conclusiones del Concilio Vaticano II. ¿Es a esta Iglesia a la que se va a pasar en unos días Tony Blair, el que, según su spin doctor Alastair Campbell, rezaba para que Dios le orientara, como a Bush, en la guerra de Irak?

Todo sumado, incluidas sus referencias críticas al islam aunque luego las corrigiera, o su falta de crítica al anti-semitismo y al holocausto al hablar en Auschwitz, suponen un paso atrás en el ecumenismo desde la diferencia y en el diálogo entre confesiones, y una afirmación de su verdad teológica, posición que parece de otros tiempos. Como escribe el filósofo iraní Ramin Jahanbegloo en su libro Elogio de la diversidad (Arcadia, 2007), "sin diálogo, la diversidad es inalcanzable, y sin respeto por la diversidad, el diálogo es inútil". También en el fundamental diálogo sobre y con la laicidad.

Jahanbegloo cita bien a Gandhi cuando afirmaba que "ninguna cultura puede vivir si intenta ser exclusiva". Pero el Dominus Iesus no es sólo exclusivo sino excluyente. La sorpresa de este Papa es que no ha sorprendido. Sólo ha suprimido el limbo. Está haciendo lo que en el fondo se esperaba de él. Es auténtico. aortega@elpais.es

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