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Columna
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La tentación populista

José María Ridao

Tras el debate del estado de la nación se ha instalado otro clima político, y no sólo porque se hayan invertido las expectativas electorales de socialistas y populares. Se ha instalado otro clima político porque, de repente, han desaparecido del primer plano asuntos que nunca deberían haberlo ocupado, como el ser o no ser de España o las disputas acerca de la Guerra Civil y la dictadura. Y por lo que respecta al terrorismo, el Partido Popular encuentra ahora una resistencia inesperada para seguir lanzando mensajes que, hasta fecha reciente, conseguían monopolizar los debates dentro y fuera del Parlamento. Sin duda, falta por pasar la prueba dramática de la vuelta de la destrucción y el asesinato, pero, aun sin haberse alcanzado el consenso, y sin que haya signos de que vaya a alcanzarse, el efecto desestabilizador que buscan los terroristas parece en principio menor si es sólo el principal partido de la oposición, y no además el Gobierno, quien les presta el altavoz.

La lección debería quedar aprendida, en particular por los estrategas que todo lo confían al error del adversario, y que han facilitado así que estos tres años se conviertan en algo cercano a la pesadilla: la oposición no establece la agenda política salvo que el Gobierno consienta que la establezca. Si se ha chapoteado en la agenda desatinada de la oposición, en sus obsesiones atávicas y en sus nuevas obsesiones, es porque el Gobierno pensó que tanta sinrazón le favorecería. Se olvidaba así de que su tarea no consistía sólo en revalidar el mandato del Partido Socialista, sino en gobernar de tal manera que las obsesiones del Partido Popular, las atávicas y las nuevas, fuesen conjuradas en la escena pública en España. Y debería valer para cualquier Gobierno y para cualquier oposición: no se trata de gestionar el miedo de unos españoles hacia otros, sino de hacer que el miedo se desvanezca. Por eso, el Partido Popular acabará quedando en evidencia si no cambia de rumbo y no se desmarca de los exabruptos de su antiguo líder, capaz de aprovechar una escuela de verano para decir, ni más ni menos, que el Partido Socialista es "enemigo de la libertad". Es su estrategia de siempre, la estrategia a la que nos tenía acostumbrados: agitar el miedo entre los suyos para que los suyos se defiendan infundiendo miedo, fingirse víctima del insulto para perpetrar el insulto.

El nuevo clima político podría, con todo, resultar estéril si el vacío dejado por los asuntos que han dominado estos tres años de legislatura se rellena con las criaturas de una tentación que crece al amparo de la promiscuidad entre la política y la propaganda, la tentación populista. Es decir, podría resultar estéril si se establece una carrera para ver qué tómbola de qué partido proporciona los mejores premios al votante. Forzado por el hecho de que ya no se puede seguir hablando en exclusiva de la unidad de España, la memoria histórica o el terrorismo, el Partido Popular ha prometido una rebaja de impuestos en respuesta a las ayudas por cada niño que nazca, anunciadas por el Partido Socialista. El superávit fiscal de los últimos años parece invitar, así, al fuego de artificio electoral, no a lo que daría verdadero sentido a la política: identificar las prioridades que cada partido propone para destinar los recursos del Estado, teniendo en cuenta que en España siguen existiendo las listas de espera en los hospitales, faltan guarderías y colegios públicos, la atención a los ancianos es insuficiente, existen puntos negros en las carreteras, la enseñanza pública y la investigación necesitan mayores presupuestos, los accidentes laborales acaban cada año con la vida de decenas de trabajadores y, así, una larga lista de problemas que convendría abordar en una situación económica como la que, por fortuna, atraviesa el país.

No es fácil decir en qué consiste el populismo: todas las definiciones suelen ser sobrepasadas por la realidad. No obstante, podría considerarse como una actitud política que convierte la táctica en ideología. El régimen democrático muestra ahí una debilidad, por la necesidad de atraer regularmente al electorado. Pero se trata de una debilidad que sería fácil de combatir, a condición de que los partidos se dirijan a los votantes como ciudadanos, no como incautos dispuestos a adquirir remedios milagrosos.

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