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Crónica:TOUR 2007
Crónica
Texto informativo con interpretación

El 'día Rasmussen' y algo más

Etapa, 'maillot' amarillo y de lunares para el danés, con el renacido Mayo segundo y el fogoso Valverde tercero

Carlos Arribas

El ciclismo es obsesión, locura. Un taladro en la cabeza que no deja pensar en otra cosa. Una fijación que conduce, casi, a la enfermedad. O a la tristeza, la melancolía infinita, como la de los ancianos de Tignes, que cada 10 años no pueden resistirse, los que sobreviven, al espectáculo fatal del vaciado del pantano que hace más de 50 años inundó sus casas, su iglesia, su plaza, todo ello previamente dinamitado. Las ruinas resurgen, a ellos se les encoge el corazón, cogen fuerzas para seguir viviendo otros 10 años. No hay corredor, no hay persona, que en los vaciados periódicos de su alma, de su vida, no se cruce con unas ruinas de su pasado, allí anidadas, en su memoria, que encuentre en ellas motivos para seguir.

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Ruinas de gloria. Iban Mayo, el soberbio ganador en Alpe d'Huez en 2003, maillot naranja abierto al viento como dos alas, el deprimido descolgado en el Tourmalet 2006, insultando con la mirada a la cámara que le desnuda, ¿qué queréis?, ¿no podéis enfocar a otro? El alegre atacante de ayer, sin lógica, sin control, Mayo liberado. Agravios pasados. Alejandro Valverde, el estrés de un año de acusaciones, de recordatorios. Alejandro Valverde, ayer, anteayer, el otro día, en el pelotón, "vamos, Txente, dale fuerte, llévame para arriba, que éstos se van a enterar". La memoria del dolor, la duda, la enfermedad. Alberto Contador. La cicatriz en la cabeza, como un corte de pelo moderno, la mirada negra. La alegría en el pedaleo, la necesidad de atacar, de mover el árbol, de irse. La ruina de una época. Christophe Moreau, que aún huye del fantasma de su pasado en el Festina, que aún persigue el fantasma de Virenque, el último ciclista al que amó Francia sin condiciones, que ayer fue otra vez Virenque, ataques sin sentido, caos, orgullo, bandera francesa en el maillot.

Todas las noches, antes de acostarse, Michael Rasmussen, el pollo para todos, se mira en el espejo una y otra vez, de frente, de perfil, metiendo la, inexistente, tripa, marcando músculos. Una obsesión brilla en su mirada, el peso, el peso. Después afila el cuchillo y se concentra en sus zapatillas de montar. Lima las punteras, unos gramos, les quita los tacos de goma que le permiten andar sin resbalar, fuera gramos. Sus fijaciones de escalador exacerbadas son un mito en el pelotón, que lo considera ya parte del decorado. Por eso, cuando Rasmussen ataca nada más empezar la ascensión al Cormet de Roselend, el primero de los tres primeras en los últimos 85 kilómetros, y se va alegre a cazar a los fugados matinales, nadie se inmuta: el habitual Rasmussen, su cabalgada habitual en busca del maillot de lunares; nada, igual que en 2005 y en 2006, el día Rasmussen sin más. Y aunque en su equipo, el Rabobank, ya habían advertido en voz baja de que este año, no, de que este año Rasmussen, de 33 años, no sólo tenía los lunares en la cabeza, que también pensaba en el amarillo, nadie se dio por enterado. Y ni siquiera ayer, cuando finiquitado el espectáculo tremendo del danés ascendiendo ajeno a todos los movimientos -"para arriba, pocos van como él", dijo Arroyo, el escalador de Talavera que vio su rueda trasera durante un puerto y medio, "es asfixiante"-, Rasmussen, ya vestido de amarillo sobre lunares después de haber ganado la etapa con 2m 47s sobre Mayo, declaró que no, que no iba a por el jersey de rey de la montaña, que de ésos ya tiene dos, que iba a por el de líder de la general, muchos más le tomaron en serio.

Los demás estaban en la luna, ebrios, reviviendo la última ascensión, las pasiones desbordadas de ciclistas buscando romper sus límites camino del lago de Tignes, la superficie brillante del agua que oculta el pasado. Bastó con que Moreau de dejara llevar por sus desarreglos, con que Valverde se dejara guiar por su fogosidad, con el hambre de Mayo, con la clase del admirable Contador, para que la superficie del Tour, hasta ayer serena como un pantano artificial, se quebrara en miles de reflejos. En grandeza dramática. Atacó Moreau y Gárate miró la pancarta de 20 kilómetros, y miró al plato grande entre las piernas del campeón francés, y pensó: "¿Qué hago yo aquí? Hago la maleta y me largo". Atacó Moreau y Mayo dijo ya era hora, y feliz se fue a por él, y también Valverde, y Kasheckin, el perro de presa kazajo, y Evans. Y poco después, Contador, Schleck y Popovich. Y allí llegó lo bueno, lo que permitió a un fogoso seguidor hablar del grupo de los tontos, a otro tildarlos de picajosos y a Johan Bruyneel, director del Discovery, disertar sobre el síndrome de la ausencia del Postal: "Sin Armstrong y su equipo, nadie sabe qué hacer". Lo que hicieron fue liarse a ataques entre ellos, en lugar de colaborar para cazar a Rasmussen, imposible, y distanciar a los sufrientes del Astana, Vinokúrov y Klöden, quienes aun así perdieron más de un minuto. Pero ello fue, de todas maneras, gracias al gran Contador, quien pinchó, cambió rueda y volvió a atacar, demostrando la vulnerabilidad de la pareja.

Rasmussen recibe ánimos de los aficionados durante la ascensión al último puerto de la etapa.
Rasmussen recibe ánimos de los aficionados durante la ascensión al último puerto de la etapa.ASSOCIATED PRESS

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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