Libertad y excesos
El Teatro Real llevaba ya un largo periodo de calma. Miraba hacia el futuro con normalidad, quitando importancia a los pecadillos que alimentaban su leyenda de lugar conflictivo y esperando una nueva etapa a partir de septiembre con unos criterios de programación sustancialmente diferentes a los del pasado inmediato. Parecían ya sepultados los maleficios e incluso óperas espinosas como Wozzeck o El viaje a Simorgh se habían escuchado con mucho respeto en la temporada actual, aunque al final el público manifestase encendida división de opiniones, lo cual es siempre más sano que la indiferencia.
Las primeras manifestaciones de inquietud surgieron al conocerse los contenidos de la próxima temporada. Eran desde grupos minoritarios, desde luego, amparados en la cultura del anonimato de Internet, pero la bola de nieve crecía y se hablaba de devolución de abonos en asociaciones como la de los Amigos de la Ópera de Madrid. No era para tanto. El número real de bajas ha sido de 130, un 4% de los socios, y su sustitución se ha producido de forma inmediata.
La última tormenta de verano viene de una carta a los patrocinadores privados de un sector de aficionados y se escuda en las arbitrariedades escandalosas de algunas puestas en escena. No se trata simplemente de manifestar un estado de opinión, sino de incidir en la línea de flotación del teatro, en su equilibrio financiero si las propuestas teatrales se pasan de unos límites. Aunque puedan tener razón desde un punto de vista estético y moral, la presión es inaceptable en un teatro mantenido en un 50% con fondos públicos. El equipo artístico debe velar por la libertad de expresión creativa, por la multiplicidad de estéticas y por las preferencias de todo tipo de espectadores. Otra historia es si se tratase de entidades, como en Estados Unidos, totalmente privadas.
Es posible que los resultados artísticos no respondan a las expectativas, pero de ahí a condenar a sus creadores al silencio hay un abismo. Se hacen continuamente excesos en las puestas en escena -aquí, en Berlín, en Salzburgo o en París-, pero también hay que reconocer el salto cualitativo experimentado por la ópera en su dimensión teatral y de reflexión sobre el ser humano con las aportaciones de algunos directores escénicos. El mismo Real va a presentar el año próximo montajes tan en las antípodas como los de Warlikowski o Pizzi. No es cuestión de rechazar a priori sus fantasías creadoras, sino de potenciarlas. Y si al final no llegan a convencer, pues qué le vamos a hacer. No siempre ganan los deportistas favoritos, ni aciertan los creadores más solventes.
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