Fuente de contactos
La amplitud y la tenacidad del fenómeno se reflejan muy bien en el número de veces que tienes que rectificar lo que has escrito, en lo alta que es la probabilidad de que te hayas quedado corta en el cálculo de las asesinadas. Hoy escribes que ya son 40 las mujeres víctimas de la violencia de género, pero es muy posible que dentro de un rato o mañana, en el plazo que media entre la escritura y la publicación de tu texto, tengas que corregir el dato, sumarle un nuevo nombre a la lista de muertas. Me encantaría equivocarme del todo y que la tremenda cifra de 40 mujeres asesinadas en lo que va de año se quedara quieta ahí, endurecida en sí misma para siempre. Pero lo más probable es que acierte y que muy pronto muera otra mujer a manos de su (ex)pareja. Porque la violencia de género mata con una cadencia maquinal, implacable; a un ritmo promedio de un asesinato cada cinco días. En los años más negros (como éste) el ritmo puede ser de una muerta cada cuatro o incluso, como el pasado junio, cada tres días. Los asesinatos pueden espaciarse un poco o concentrarse más (como esta misma semana), pero la media no se inmuta, mantiene sus datos y su siniestro ritmo con la eficacia y la constancia de una máquina; una máquina que no sufre desgaste de las piezas ni desfallecimiento de la batería.
Pero de alguna manera habrá que parar esa máquina y su producción infernal, de algún modo habrá que conseguir que se le acaben las pilas de una vez para siempre. La violencia de género no sólo representa en sí misma el horror, sino que desmonta la verosimilitud del retrato de una sociedad avanzada, democrática y civilizada en el que queremos representarnos. Qué modernidad o civismo resultan creíbles cuando una mujer muere asesinada cada cuatro o cinco días, un mes tras otro, un año sí y otro también. Qué representación democrática es compatible con esa montaña de cadáveres; con las cordilleras que forman las mujeres maltratadas física y psicológicamente, de palabra y de obra.
Es evidente que las medidas policiales, judiciales y de protección no bastan; ni bastarían aunque se multiplicaran por diez o por cien. Estamos hablando de un fenómeno que afecta en España a cientos de miles de mujeres (sólo en Euskadi se presentan a diario 10 denuncias de malos tratos). Aunque esas medidas se multiplicaran por cien no bastaría, seguiría implacable el goteo de acosadas, maltratadas, asesinadas. Atajar la violencia de género en el tramo final de sus efectos, en su desembocadura, es una empresa abocada al fracaso, una tarea imposible, dada la descomunal magnitud del problema. La lucha contra el terrorismo doméstico sólo puede ser significativamente eficaz río arriba, en la fuente donde bebe el sexismo, donde renueva -con determinación o por inercia- su esquema de dominación. Sólo eliminando las causas acabarán los efectos del machismo. O lo que es lo mismo, el machismo no desaparecerá en la práctica si no se erradica en la teoría; si no se desmontan sus aberrantes ideas y representaciones de género. Representaciones con las que, por desgracia, aún convivimos abiertamente.
Hace unas semanas la Asociación de Editores de Diarios Españoles firmó con el Ministerio de Sanidad un pacto de autorregulación publicitaria; asumió el compromiso de no incluir anuncios de bebidas alcohólicas en las páginas exteriores de sus publicaciones ni en ninguna sección destinada a los jóvenes. El acuerdo me parece importante no sólo en su contenido sino fundamentalmente en su principio: asumir un compromiso de esas características implica aceptar que hay cuestiones o dramas (y el binomio jóvenes-alcohol tiene ingredientes para serlo) que a todos nos conciernen y que requieren, para resolverse, la voluntad y el esfuerzo de todos.
Acabar con la violencia de género merece y exige una movilización así. Ojalá un compromiso de autorregulación parecido acabe pronto con los anuncios de contactos, cuyos textos e imágenes son una abierta, alardeada, representación sexista; una fuente para la perpetuación de sus estragos.
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