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Columna
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Autoestima

La corrupción política e inmobiliaria en la costa andaluza domina una vez más las noticias de sociedad. Se ha hecho pública la lista de regalos que la empresa constructora Aifos repartió en la navidad del 2004 entre algunos cargos significativos del mundo comercial, jurídico, turístico y municipal de Andalucía. El caso Malaya, además de una operación de alta ingeniería financiera, fue un rito navideño de buena educación, una delicadeza envuelta en papel de regalo. Parece que también se comportaron con el máximo rigor los responsables de urbanismo de Alhaurín el Grande. La policía sostiene que hay pruebas concluyentes de un sostenido mecanismo de corrupciones y tratos de favor de intereses mercantiles privados en contra del bien público. El alcalde y el concejal de urbanismo fijaron una tasa de soborno de 80 euros por cada metro cuadrado que violase la normativa municipal de edificación. El maletín de las casas ilegales debía adornarse con 6000 euros. Las corrupciones oficiales de Marbella y Alhaurín son síntomas de una enfermedad grave, pero no mortal. La vida continua, unos se enriquecen, otros ven degradados sus paisajes y sus formas de vida, el mar va y viene, se abren y se cierran las puertas de las cárceles, los veranos pasan y todos seguimos respirando mientras la fortuna biológica nos lo permite. Al fin y al cabo casi todo tiene remedio mientras haya jueces capaces de vigilar el cumplimiento o incumplimiento de unas leyes aprobadas por los representantes políticos de la voluntad popular. La corrupción pública no es más que el contagio de la corrupción privada, un hervidero social que tampoco carece de noticias escandalosas. Forma parte de la actualidad andaluza una red de tasadores, abogados, agentes inmobiliarios y arquitectos técnicos, involucrada en la falsificación de documentos para evitar el derribo de unas casas ilegales en Chiclana. Los vecinos se reúnen para criticar a los políticos, con los tópicos de siempre sobre los partidos y sus mentiras, sin caer en la cuenta de que los alcaldes sólo se corrompen cuando empiezan a actuar como vecinos particulares, o como profesionales privados, desatendiendo las normas públicas de convivencia.

Un alcalde corrupto es el síntoma de una enfermedad grave. Pero el ciudadano que acude en unas elecciones a votar a un alcalde corrupto es la prueba evidente de una dolencia mortal. Entre noticias y titulares de alcaldes avarientos, conviene no pasar por alto la actitud escandalosa de la ciudadanía. Una vez leí en Marbella esta pintada: "Para que roben otros, que robe nuestro Gil". Cuando la corrupción municipal era un secreto a voces, con una extensísima tela de araña de intereses variopintos, los votantes acudieron a revalidar el poder de los políticos elegidos por Aifos para sus regalos de navidad y sus recalificaciones. Es lo que acaba de ocurrir también en Alhaurín, donde el alcalde y el concejal han recibido el apoyo de sus vecinos. Como resulta difícil, a la vista de las pruebas, creer en la inocencia de los encausados, y como también parece improbable que todos sus votantes sean beneficiarios de la tasa de soborno, habrá que concluir que en Alhaurín la honradez y la defensa del bien público han dejado de ser un valor político. Es decir, los votantes no apoyan a quienes defienden su dignidad. Y eso sí es una enfermedad mortal, mucho más temible que la condición corrupta de cualquier estafador privado. Aquí no está en juego un daño ecológico o un delito mercantil, sino la raíz del único sistema que estaba dispuesto a dejarnos vivir en libertad. ¿Qué está pasando para que se separen de esta manera la democracia y el Estado de Derecho? ¿Quién ocupa nuestra conciencias, nuestros espacios públicos de decisión y debate? Los ciudadanos deberíamos recuperar la autoestima y no confundir la libertad con la prepotencia de una mercadería sin límites. Conviene reconciliarse con la dignidad humana como nos reconciliamos con el mar o con las estrellas en los meses de verano. Hay cosas que no se pueden traicionar.

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