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Columna
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Salvoconducto

A Markel Olano, nuevo diputado general de Guipúzcoa, no le gusta la Ley de Partidos. Viniendo de donde viene, nos lo suponíamos, de ahí que no hiciera falta que nos lo recordara en su discurso de nombramiento, en un gesto que, sin embargo, está lejos de ser gratuito. La Ley de Partidos ha venido a desempeñar para los partidos nacionalistas el papel que hasta no hace mucho tiempo desempeñó la Constitución, relegada hoy a un rol discreto, del que sin duda emergerá, como un Guadiana salmódico, cuando así convenga. No es necesario remontarse mucho en el tiempo para recordar las continuas referencias de los nacionalistas, tanto de los líderes de los partidos como de los cargos institucionales, al rechazo con el que los vascos habríamos refrendado la Constitución, rechazo que la convertía en algo así como una ley impuesta, una ley impugnable que, en tanto que tal, legitimaba toda clase de insurrecciones. Se daba la paradoja de que ese continuo recordatorio brotara de cargos institucionales cuya razón de ser nacía de la misma legalidad que impugnaban, paradoja que negaba de facto la declaración que se repetía con tanta insistencia: si nuestros lehendakaris no dejaban de recordarnos que no habíamos aprobado la Constitución, no se sabía muy bien qué demonios hacían en sus puestos sin dimitir de inmediato, por lo que con su sola presencia desmentían la veracidad de su recordatorio.

No de facto, por lo tanto, pero sí de fictione, el estigma constitucional marcó la política vasca hasta tiempos muy recientes, y la ficción perseguía una rentabilidad ideológica clara -por ejemplo la de que nuestra única constitución fueran los Derechos Históricos- y unos efectos pragmáticos no menos evidentes, como podía serlo el de abrir el campo de la reivindicación permanente. La impugnación constitucional configuraba un marco de actuación política al que pretendía otorgar legitimidad, pero las expectativas que le abría al deseo impedían valorar en su justa medida las consecuencias desestabilizadoras -es más, entrópicas- que podría acarrear no ya a las instituciones, sino a los propios promotores de la impugnación, esto es, a los mismos nacionalistas. El carrillo actual de la desbandada nacionalista, con empanadas para todos los gustos, tiene su fundamentación de origen en esos polvos, en esa crisis de legitimidad de la que pretendía alimentarse nuestra política y que ha alimentado, en realidad, cualquier clase de despropósito. El suelo de la ficción es inestable, y sus géneros infinitos, basta sólo con pensar en Godzilla. ¿Puede dudar alguien de que entre nosotros también haya germinado un monstruo?

Desecada temporalmente -hasta que el ibarretxismo retorne al primer plano-, esa impugnación salmódica de la Constitución está siendo sustituida por la recusación de la Ley de Partidos. Es cierto que no es el mismo el alcance de ambas normativas, y que recusar una ley no tiene la misma trascendencia que rechazar la norma que las hace posible a todas, pero lo que equipara a ambas operaciones es su alcance instrumentalizador, su pretensión de abrir un marco a la actuación política que legitime toda una serie de iniciativas. Al señor Markel Olano, por ejemplo, no le gusta la Ley de Partidos, como seguramente tampoco le gustarán otras, y yo no le voy a privar de ese derecho. Lo que ya me parece más discutible es que en su discurso de nombramiento, un discurso casi programático, haga hincapié en esa ley que no le gusta -o en otras que tampoco- cuando no se hallan entre las tareas del cargo que asume ni la de recusarla ni la de modificarla. La que sí que está es la de acatarla, tarea que le puede resultar problemática entre nosotros, y aún podríamos entender que manifestara su disgusto en virtud de lo duro que le pueda resultar cumplir con esa su tarea, aunque mucho nos tememos que su recusación tiene en realidad otros objetivos. Se trata, una vez más, de utilizar la impugnación de la ley con el objetivo interesado al que nos venimos refiriendo de dar cauce a la impostura política

Y en efecto, no hemos tenido que esperar mucho tiempo para que se confirmaran nuestras sospechas. Nuestro diputado general, apoyado en ello por su mentor Joseba Egibar, ha manifestado ya su intención de mantener una relación institucional permanente con los representantes de las listas ilegales. Que esto le va a servir para revestir su frágil situación de minoría, a la que tratará de dar una cobertura de mayoría abertzale frente al resto de la cámara, es evidente. También lo es que su intención no responde a una necesidad urgida por un proyecto de gestión, sino a una finalidad meramente ideológica y de representación de equilibrios de fuerza. Tan evidente es todo como que lo que menos importan de ello son las consecuencias que puedan derivar para el desarrollo de nuestro territorio, sobre el que no se parece disponer de proyecto alguno. Pobre Guipúzcoa.

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