El día que nevó en Buenos Aires
La gente se echó a las calles para contemplar una insólita nevada, la primera desde 1918, que cubrió las calles de la capital argentina
Algo tan excepcional que pasa una sola vez en la vida. Como la caída del primer diente propio, que le llegó a Sofía Uhrig, de cinco añitos, el lunes pasado, el mismo día que Buenos Aires volvió a ver nieve, tras la última vez de la que tenían memoria los archivos, allá por el 22 de junio de 1918. De ese día se conservan fotografías que muestran la Plaza de Mayo blanca y lisa como una pista de patinaje. Ochenta y nueve años después, Sofía, además de las fotos, quiso aferrar un retazo de la maravilla. "Guardé un poco de nieve en un frasquito", cuenta, mientras le bailan contentos los ojazos marrones. "Un frasco para el diente y otro para los copos".
Aprovechando el festivo -la nevada coincidió con el 9 de julio, día de la declaración de independencia argentina-, boinas, gorros de lana, paraguas y banderas se mezclaron al llegar al Obelisco, y miles de personas festejaron esa lluvia blanca como si hubiera sido un mundial, saliendo a la calle, cantándole al cielo y arrastrando a la familia completa al centro, chicos, abuelos y mascotas incluidos.
Hasta en el hipódromo de Palermo hubo baile y los caballos tuvieron que correr con alma y vida para atravesar el disco, taladrando esta vez, esa insólita cortina de hielo. No faltó quien, inspirado por la sorpresa, decidiera sacar el coche y salir a pasear por la ciudad, iluminada por el frío sólo "para sentir cómo se maneja bajo la nieve". Los menos osados (o quienes intentaban a fuerza de reposo curarse la gripe ganada en fríos menos heroicos) no dudaron en despertar a los chicos de la siesta, enfundarlos en abrigos y sacarlos por lo menos al balcón, para que no se quedaran sin su ración de "la nevada histórica", como decidieron bautizarla los telediarios.
El humor también cobró su tajada de ironía polar: "Esto es PRO, che. Van a traer las pistas de esquí a Buenos Aires", se escuchó en las calles, en alusión al reciente triunfo electoral de Mauricio Macri, presidente del club de fútbol Boca Juniors y alcalde electo de la ciudad, cuya agrupación Propuesta Republicana (PRO), se asocia con las clases medias altas y altas, usuarias habituales de las pistas de esquí del país, situadas mayoritariamente en la Patagonia, lejos de los centros urbanos más poblados (Bariloche, en la provincia de Río Negro, dista, por ejemplo, 1.587 kilómetros de Buenos Aires).
La nieve, que llegó a la capital de Argentina el lunes a media tarde, regalo de una ola de frío que había hecho bajar las temperaturas a cero grados durante el fin de semana, también cubrió otras provincias como Córdoba, San Luis y Santa Fe y se robó la primera plana de todos los periódicos que compitieron por tener la fotografía más original, postales de un día único. También despertó ecos literarios: inevitable fue recordar El Eternauta (1957), la antológica historieta de Héctor Oesterheld, que se inicia así, ni más menos, con un imposible diluvio de copos que viste de blanco Buenos Aires, nieve venenosa en ese caso, que en lugar de besar, mata y anticipa una invasión extraterrestre.
Menos letales y más poéticas referencias también vieron sus cinco minutos de fama y no faltaron quienes, en plena pampa, mientras contemplaban cómo sus coches se tapizaban de una alfombra helada y conscientes de que esto era una experiencia de "una sola vez en la vida", emularan los apuntes de Yuko, el poeta japonés protagonista de Nieve, la nouvelle de Maxence Fermine. Esa gente que en Lomas de Zamora (periferia de Buenos Aires), improvisaba un muñeco de nieve, parecía pensar como aquel encantador personaje literario, mientras desgranaba esa harina fría entre los dedos: "La nieve posee cinco características principales. Es blanca. Hiela la naturaleza y la protege. Se transforma continuamente. Es una superficie resbaladiza. Se convierte en agua".
Todos tuvieron su pequeño milagro. Turistas de ocasión, locales y quienes siempre están volviendo a la ciudad, como el cineasta y escritor argentino Edgardo Cozarinsky que pasa la mitad del año en París, reverdecieron su asombro en un fenómeno impensable para una urbe que, cambio climático mediante, se descubre cada día más subtropical. El autor de Ronda nocturna, compartió un deseo: "Que nieve toda la noche y que el blanco se asiente, antes de que lo ensucie el trajinar de los coches. Sólo entonces, ante ese blanco, puede saber uno qué es el silencio".
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