La liada historia del papel de fumar
Las estadísticas señalan que el papel de fumar está en crisis. A las campañas antitabaco se suma la lenta desaparición de los aficionados a la picadura y la comodidad de los actuales fumadores estándar, que prefieren consumir su veneno morosamente envasado y en paquetes de 20 unidades. La cosa no tendría mayor importancia si no fuera porque Cataluña es una de las mayores productoras mundiales del sector.
Para redondear la faena, resulta que nuestra principal empresa, la barcelonesa Miquel y Costas (fabricante del popular Smoking y del papel con el que se hacen marcas como Ducados), atraviesa un momento difícil. Al descenso en las ventas vino a sumarse, hará cosa de un año, una imputación contra su presidente, Jordi Mercader, por un delito contra la salud pública. Tras encontrarse, supuestamente, hasta tres sustancias cancerígenas (aparte del propio tabaco, claro está) en sus productos.
Como estas cosas van lentas, deberemos esperar a ver qué decide el magistrado del Juzgado de Instrucción nº 16 de Barcelona, que lleva el caso. Pero mientras llega ese momento, no estará de más recordar que los librillos que nos ocupan, ausentes de toda biblioteca, son uno de los inventos que, junto a la fregona o el chupa-chups, dan fe del ingenio innovador de este país.
Todo comenzó cuando los europeos llegaron al continente americano y vieron a los indios echando humo por las narices. Superado el shock inicial, los conquistadores se aficionaron rápidamente a fumar, y regresaron a sus hogares con la nueva planta. El cigarro puro, la pipa o, más tarde, el rapé serían las maneras convencionales de tomarlo. Hasta que los menesterosos, deseosos también de echarse unas caladas, descubrieron que en la basura de las fábricas de tabaco se podían encontrar los trocitos sobrantes de la confección de vegueros. Así, envolviéndolos en papel, nació el cigarrillo. No obstante, el papel de los siglos XVI y XVII debía ser de un grosor suficiente para convertir en una pequeña planta incineradora a cualquier fumador. Y ahí es cuando nace el llamado papel de ensigarrar o papel Barcelona, que revolucionó la forma de fumar de catalanes y españoles, conocidos desde entonces por sus extraños pitillos.
Las localidades de Manresa, Barcelona y Capellades se convertirían en las principales fabricantes de este nuevo producto, del que hablaban con sorpresa los primeros turistas que, a finales del siglo XVIII, comenzaban a transitar por la Península.
A diferencia del resto de Europa, aquí causaba furor el tabaco picado, enrollado en papel hasta formar un sigarro. Aquellos ilustrados viajeros relataban estupefactos que nuestros lejanos parientes se tragaban el humo, quizá para aliviar el hambre que pasaban. Y que era de la mayor distinción liarse un cigarrito y compartirlo con el huésped o amigo de turno. De forma muy similar a como la juventud sigue haciéndolo hoy en día (a escondidas de sus padres, claro está).
De hecho, fuera de nuestras fronteras nadie había fumado un pitillo hasta la invasión napoleónica, cuando los soldados del Gran Corso extendieron la afición por todo el continente. Esta moda cobró un auge inesperado en Francia, donde el papel catalán alcanzó una gran popularidad. Hasta tal punto que, en nuestro país vecino, la reina María Amelia pasa por ser la inventora del cigarrillo, y aún se recuerda al emperador Napoleón III como l'homme de la cigarette. En aquellos años, catalanes y levantinos dominaban el mercado del papel de fumar. Y así hubiera seguido si inventores como Narcís Monturiol o el norteamericano James Bonsack, a finales del siglo XIX, no hubiesen inventado la máquina rellenadora, con la que los cigarrillos pasaron a tener su actual apariencia industrial.
Mientras el tabaco, tras la I Guerra Mundial, se convertía en un producto de consumo masivo, el liado artesanal volvía a ser una rareza peninsular. Quizá por ello, la primera edición de las Greguerías de Ramón Gómez de la Serna tenía una portada compuesta por librillos de papel Jean, à la mode del cubismo. Y durante la Guerra Civil, franquistas y republicanos cambiaban tabaco canario por papel de fumar hecho en Alcoy. La anécdota de aquellos años la puso el gran filósofo ruso Mijaíl Bajtin, quien, condenado por Stalin a un exilio forzoso en un lugar donde no había estancos, se vio obligado a fumarse su monumental ensayo sobre Goethe, mecanografíado en papel cebolla, confiando en otro manuscrito guardado en Moscú que desapareció tras un bombardeo. Una obra del pensamiento que como el humo se fue.
Desde entonces, su consumo se ha asociado a los enrollados, a aquellos que saben enrollar un cigarrillo, sea de tabaco holandés o de cannabis (costumbre que, dicho sea de paso, no parece estar precisamente en decadencia), aunque en algunos países del mundo esté prohibida su venta. Y que aquí, el barcelonés papel de fumar afronte una nueva crisis. Quién sabe si otra más o la definitiva, en estos tiempos de persecución del tabaco y gazmoña preocupación por la salud ajena.
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