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Columna
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El mercado y las personas

Es común escuchar en boca de los altos representantes del paisito la contraposición entre mercado y personas. "Está bien tener un mercado sano, pero primero son las personas", declaró hace poco el lehendakari. El mismo pensamiento frecuenta los labios de otros líderes. Los componentes del tripartito gobernante y su no menos piadosa oposición lo suscribirían en el acto. No obstante, conviene puntualizar que tal reflexión no es un indiscutido presupuesto de la conciencia democrática: se trata más bien de un injerto de última hora.

Las democracias establecieron en su origen escrupulosos controles al ejercicio del poder, y mientras se limitaba jurídicamente el poder también se ampliaron los mercados. No deja de ser significativo que el denostado mercado naciera al mismo tiempo que la libertad política; las personas se sacudían la parálisis estamental y encontraban un nuevo ámbito de autonomía individual, lleno de oportunidades. La declaración de independencia americana reconocía el derecho a "la búsqueda de la felicidad", porque las democracias, conviene puntualizarlo, no prometen el paraíso. Del paraíso sólo hablan las religiones y las ideologías utópicas. Las religiones remiten el paraíso a la otra vida, lo cual presenta serios inconvenientes, pero al menos no tantos como las utopías, que con la idea de traernos el paraíso siempre se llevan el mundo por delante. Los revolucionarios americanos no garantizaban la felicidad a nadie, pero reconocían el legítimo derecho de cada uno a buscarla donde quisiera. Digamos que si las ideologías utópicas, apostando al todo o nada, hunden al ser humano en la miseria, las democracias liberales, mucho más modestamente, dejan libertad al individuo para comprar con su dinero un sillón orejero en la tienda de la esquina. No es mala opción, porque presupone la existencia de dinero, de una tienda y de un sillón, cosas que, a lo largo de la historia, no han sido nada comunes, y que de hecho siguen sin serlo, al menos allí donde el mercado no existe.

Pero las democracias, que se obstinaron en proteger a las personas de las arbitrariedades del poder, han degenerado considerablemente. Se han convertido en estructuras intervencionistas que imponen a los seres humanos cadenas de dependencia económica, psicológica y moral, de modo que ahora los políticos no sólo se creen en el deber de diseñar nuestra felicidad y calcular cuánto cuesta, sino que además nos la cobran por adelantado. Frente a la planificación pública de nuestro bienestar, el mercado representa el único lugar donde una porción de felicidad (modesta, pero real) aún es elegible de forma voluntaria. Por eso, la presunción política de que hay que proteger a las personas del mercado es de una petulancia intolerable. La democracia nació para protegernos, en primer lugar, del poder público, no de tenderos, barberos o prestamistas. Nadie está obligado a entrar en ningún supermercado, en ningún lavadero de coches. En el mercado nadie puede obligarnos a comprar lo que no nos interesa, lo cual no puede decirse del poder público, que se pasa la vida (nuestra vida) dictando qué cosas deben interesarnos. Si en el mercado uno entrega su dinero es a cambio de bienes o servicios; mientras que ante la Administración si algo no te gusta (o si no te lo dan) nadie devuelve el dinero. Quizás en el mercado el cliente siempre tenga razón, pero en política se sabe que el ciudadano no la tiene: por eso, a cambio de sus impuestos, recibe el trato que se merece.

Se afirma que no está mal que haya un mercado (parece que hablan de un trastorno, de un fastidio, de un contratiempo) y ofende tanta displicencia. No hace tanto tiempo que padecimos una dictadura como para haber olvidado de quién debemos protegernos. Todavía más, la peor amenaza que en este país aún se cierne sobre las personas sigue siendo política: una organización terrorista y una ideología totalitaria. Y ni siquiera hay que preguntarse qué opinión tienen del mercado esos fanáticos: es casi peor que la que tienen los políticos.

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