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Columna
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Pecados de carretera

Mientras los obispos españoles alientan la desobediencia civil contra la nueva asignatura de educación cívica. Mientras anuncian un nuevo clima de crispación y se proponen a trasladar su cruzada "contra el mal" a las calles. Mientras satanizan cualquier intento laicista de inculcar valores de respeto al prójimo, a los distintos tipos de familia o a la diversidad de opciones sexuales. En definitiva, mientras la Conferencia Episcopal sigue en el monte amenazando con la insumisión de su cada vez más exiguo y envejecido rebaño, el Vaticano parece que trata de ponerse las pilas y conectarse con el mundo real. Un ejemplo tímido pero interesante lo constituye ese decálogo que acaba de elaborar para que los conductores católicos no pequen cuando conduzcan. Son, para entendernos, los diez mandamientos de la carretera. Horrorizados, según parece, por los siniestros de tráfico, han buscado la inspiración divina para concienciar a los buenos cristianos de que el interior del coche no es una burbuja donde pueden despendolarse. Estos mandamientos cargan abiertamente contra la negligencia de quienes conducen poniendo en riesgo a las personas y los bienes ajenos. Así, una distracción imprudente o un adelantamiento temerario serán pecado ante los ojos de la Iglesia católica.

Los mandamientos para conducir son homologables a la lógica de las personas de bien

Lo será también el comportamiento soez de los conductores de manera que, aunque lleven colgando del retrovisor a San Cristóbal, quien muestre el dedo anular al del coche de al lado tendrá que contarlo en el confesionario. Es más, lo que el Vaticano pide es que en lugar de calentar las orejas del contrario con las más abruptas expresiones se ha de convertir la carretera en un "instrumento de comunión entre las personas". Y es que poner la otra mejilla y responder "a la paz de Dios hermano" cuando acaban de llamarte cabronazo es muy duro pero no hay duda de que le cortas el rollo al bocazas. La prepotencia a bordo se convierte en pecado al decretar la Iglesia que "el automóvil no será expresión de poder ni de dominio", algo tan común en nuestras carreteras que ahora se me antojan pobladas de pecadores.

Pecado aún mayor es para estos mandamientos el conducir bebido o drogado, lo que define a la noche madrileña como una versión motorizada de Sodoma y Gomorra. El decálogo no ha conseguido escapar de la sospechosa obsesión de la jerarquía católica por el sexo y reseña las muchas actividades que infringen el sexto mandamiento teniendo como escenario el habitáculo de un automóvil. Un variado repertorio que va desde el simple morreo clandestino al clásico francés pasando por todo un conjunto de expresiones posturales específicas del coche. Aunque, al realizarse habitualmente a vehículo parado su práctica no guarde relación alguna con los accidentes de trafico, el documento recuerda que "la aproximación del cliente a las mujeres de la calle se realiza desde el coche y que el coche es usado igualmente como lugar de comercio sexual". Aquí se han liado los monseñores.

Cuando no había coches había catres, pajares o cunetas, porque el espacio nunca fue obstáculo para el amor prohibido y sus apretones. Salvo este pequeño detalle, los mandamientos de la carretera son perfectamente homologables a la lógica de cualquier persona de bien. La novedad es que la falta de respeto a un reglamento civil como el Código de la Circulación convierte ahora en pecador potencial ante la Iglesia al católico que va al volante. Ese conductor al que recomienda hacer la señal de la cruz antes de emprender el viaje y rezar el rosario en ruta. Esto último del rosario sí se me antoja un error. Dice el manual que "su ritmo y su dulce repetición no distraen al conductor". Personalmente, hace años que no le doy al rosario, pero aún recuerdo cuando lo rezábamos en el colegio y cómo esa "dulce repetición" me iba sumiendo en un terrible sopor del que nunca escapaba del tercer misterio sin dar un cabezazo. Si hay que alabar a Dios al volante es más seguro cantar que rezar. Él es grande y lo entenderá.

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