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Columna
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Democracia adolescente

Acabamos de celebrar el 30 aniversario de las primeras elecciones democráticas. Hemos recuperado aquellas imágenes en las que todo el mundo aparece jovencísimo y sonriente con una papeleta de voto en la mano. Y la verdad es que la alegría y las sonrisas estaban estupendamente justificadas; después de tantas oscuridades, hacía muchísima ilusión inaugurar un auténtico sistema democrático. Nuestra joven democracia, se decía entonces, y se la siguió describiendo así durante mucho tiempo, entendiéndose que en esa juventud se concentraba la clave interpretativa de su éxito y su ímpetu, por un lado, pero también de sus posibles inexperiencias o desajustes. Estos días muchos ciudadanos han recordado cómo fueron a votar aquella primera vez. De todos los testimonios recogidos subrayo, por considerarlos particularmente emotivos y significativos, los de quienes aquel 15 de junio de 1977 se presentaron en los colegios electorales llevando a sus hijos pequeños de la mano. Para que fueran viendo y aprendiendo. Como una manera de garantizarle, desde ya, un futuro a esa democracia recién estrenada, de ponerla en un horizonte irreversible.

El asunto de la juventud democrática nos devuelve al eterno dilema del to be or not to be, o mejor, del ser y el estar. Las democracias de cualquier edad, incluso las multiplicadamente centenarias, siempre tienen que estar jóvenes: sin artrosis que afecte a sus articulaciones, ni atascos en su circulación, ni nubes u olvidos que enturbien su entendimiento o sus principios. Otra cuestión muy distinta es si pueden o deben ser eternamente jóvenes, es decir, colocarse en un perpetuo estado de novedad o de inexperiencia o de básica autoafirmación (la inseguridad se suele vestir con ropaje asertivo); o de rebeldía, de contestación de los valores democráticos tradicionales, instaurados por sus mayores. Yo entiendo que no. Creo que estar joven es más que una virtud, una condición democrática; pero que ser siempre joven, situarse siempre como en el vecindario de la primera vez, es una carencia o defecto democrático.

De sobra sabemos en Euskadi quiénes son los energúmenos que llevan decenios queriendo amargarnos la fiesta democrática. No me detendré en ellos porque, aunque son una amenaza (desgraciadamente, el sentido de esta palabra es de nuevo literal), aunque son una amenaza para nuestra vida social no son un obstáculo para la calidad de nuestra democracia. O lo que es lo mismo, la calidad de nuestra democracia no depende en absoluto de ellos, sino de otros mecanismos y actitudes. Y yo tengo a menudo la triste sensación de que la democracia vasca se ha quedado anclada en la adolescencia, con lo que eso implica de inmadurez, desajustes e incluso acné (como una erupción indeseable sobre la piel más básica de las nociones y principios democráticos). La triste sensación de que aún le falta bastante para ser una democracia madura, convencida y determinada en los valores tradicionales de su edad adulta. Y digo tradicionales en el sentido de perfectamente asumidos y metabolizados por las democracias más consolidadas de nuestro entorno.

Que en Euskadi vivimos aún en una democracia adolescente o párvula lo veo reflejado en más de un signo. Hoy elijo, por reiterado y difundido, el uso partidista o parcial que el Gobierno vasco hace de los informativos de ETB, cadena pública que en una consideración pura y maduramente democrática debería ser plural del modo más explícito. El pasado 26 de junio, por ejemplo, la elección de la socialista Rafaela Romero a la presidencia de las Juntas Generales de Guipúzcoa, con los votos de su partido más los del PP y EB, fue anunciada así por el presentador del Teleberri: "Dirán ustedes, qué combinación más rara". Pues mire, no; lo raro, lo anómalo en una democracia es que los informativos públicos se conviertan en espacios opinativos, donde las noticias vienen acompañadas de la interpretación o inducción ideológica correspondiente y coincidente con los intereses de quien los (y nos) gobierna.

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