La sabiduría absoluta de Hegel
G. W. F. Hegel (1770-1831) fue el filósofo prusiano de mayor relevancia durante la primera mitad del siglo XIX. Se le considera el pensador sistemático e "idealista" por antonomasia, el campeón de la filosofía abstracta y la explicación racional del mundo, el líder del pensamiento puro y, junto a Leibniz, el "optimista" filosófico -"todo lo real es racional", argumentó-. Semejante talante le granjeó desde 1818, cuando accede a la cátedra de filosofía en la Universidad de Berlín, el título de "primer filósofo de Alemania".
Sus clases rebosaban de estudiantes, pero también de público: desde artesanos hasta magistrados acudían a escuchar sus monólogos susurrantes entonados con cerrado acento suabo; y se dejaban encandilar, ávidos de una sabiduría que hacía gala de explicarlo "todo" de forma "absoluta", y que aun pareciendo incomprensible, tampoco sería falsa, sino la más pura evidencia de lo escarpado de la pendiente que conduce al cielo del conocimiento.
FENOMENOLOGÍA DEL ESPÍRITU
Georg Wilhelm Friedrich Hegel
Edición y traducción de Manuel Jiménez Redondo
Pre-Textos. Valencia, 2006
1.176 páginas. 45 euros
Hegel, alumno en su juventud del seminario de Tubinga, fue un hombre campechano, esposo y padre satisfecho; cuando en 1811, siendo director de un instituto en Núremberg, se casó con una veinteañera, argumentó: "He alcanzado mi propósito en este mundo, pues con un cargo y una linda mujercita ya tiene uno lo necesario en este mundo". Era también un asiduo bebedor de cerveza, y para muchos de sus detractores -el más infatigable fue Schopenhauer, quien lo tachó de "soplagaitas"- también sus obras parecían delirios de borracho: inconmensurables cascadas de conceptos a los que después de vomitados se les busca sentido. Pero en nada empañaron su estrella estos maliciosos enemigos. Dejó notables herederos: una fructífera "escuela hegeliana" con sus "derechas" e "izquierdas", y vástagos entre los que despuntaría Karl Marx, así como otro antihegeliano convencido: Kierkegaard.
Su nombre suele asociarse el título de su obra más emblemática: Fenomenología del espíritu. La concluyó en 1806, en Jena -en cuya universidad impartía clases-, justo la tarde en que Napoleón entraba a caballo en la ciudad. El filósofo vio al jinete desde su ventana en el mismo instante en que ponía punto final a su voluminoso libro y exclamó alborozado: "He ahí la verdadera alma del mundo, la encarnación del espíritu absoluto". Y esa misma noche Hegel tuvo que salir huyendo de su casa con todos sus manuscritos, pues la soldadesca francesa, como preámbulo a la batalla del día siguiente contra los prusianos, se empeñó en saquear su morada de profesor sin sueldo fijo. Tales eran las paradojas de la realidad histórica en su acontecer, tema que ocupaba por entonces a Hegel, quien pretendía la sistematización conceptual de todo el ámbito del saber humano o, lo que era lo mismo, la explicación racional del devenir de la "conciencia" hasta que ésta alcanza su grado más alto, el espíritu absoluto. Hasta entonces tampoco a ningún filósofo le había preocupado pensar el devenir de la historia universal, y él comenzaba a explicarla como una trasposición del desarrollo de aquella misma conciencia humana sublimada, abstracta y general que avanza desde sus estadios infantiles de pura inconsciencia hasta alcanzar su "edad adulta", el punto máximo de la lucidez. Así, esta etapa final de plenitud se alcanzaría en la historia de la humanidad tras reconocer y asumir como necesarios determinados estadios históricos: las oscuridades del mundo primitivo y la Edad Media, la Ilustración, el escepticismo y la Revolución Francesa, que son insoslayables en el avance hacia la meta final que terminará concretándose en la existencia de un Estado perfecto en su moralidad y en la administración de la libertad, y que Hegel vio en el Estado prusiano de su época.
La Fenomenología fue concebida como una primera parte de lo que pretendía ser un "sistema entero de la ciencia", la sistematización de todo el saber humano, arte, moral, religión y política incluidas, y contenía intuiciones geniales, tales como aquélla de la "dialéctica" cual motor de la formación del espíritu, a la par que corazón del devenir histórico -"tesis, antítesis, síntesis"-; o el paso de la denominada "conciencia infeliz" a la "feliz", así como el símil del "amo y el esclavo", tan fructífero para el desarrollo de la filosofía marxista.
La edición que reseñamos marca un hito en castellano. Hasta ahora contábamos con la elegante traducción de Wenceslao Roces (1966); y también Xavier Zubiri tradujo una selección en 1935. Manuel Jiménez se esfuerza por desentrañar el retorcido lenguaje original, duro empeño que proporciona un resultado quizás demasiado "técnico"; y, en su afán de superar el más difícil todavía de la claridad, hincha el texto de epígrafes explicativos, de manera que el conjunto exige una lectura casi milimétrica, y termina por asemejarse a un furioso río alpino, de cuyos rápidos es imposible salir indemnes sin canoa ni remos, instrumentos que proporciona esta minuciosa traducción.
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