Falso

TRAS RECIBIR el encargo familiar de escribir una biografía sobre el gran pintor japonés Onuki Keigaku, que vivió entre el último cuarto del siglo XIX y poco más del primer tercio del XX, el crítico de arte comisionado para tal fin se encontró con dificultades imprevistas para cumplir el cometido, primero, por culpa de la Segunda Guerra Mundial, pero, después, por la presencia insidiosa de un imprevisto falsificador, que trastocaba el catálogo de la obra del reconocido maestro, máxime cuando aquél, además había sido compañero de estudios de éste y había mantenido una misteriosa relación con él. Por si fuera poco, el tal, llamado Hara Hosen, irradiaba una fascinante luz negra, que progresivamente atraía al desconcertado cronista, que ya no sabía si estaba haciendo la biografía de Keigaku o la de Hosen, los cuales parecían la cara y la cruz de una misma moneda.

Aru Gissaka no Shogai es el título en japonés de la novela que relata esta historia, publicada, en 1951, por el escritor Yasushi Inoué (1907-1991). Fue traducida desde entonces a muchas lenguas occidentales, menos que yo sepa, a la nuestra, siempre como El falsificador. Aunque el tema de la falsificación artística ha sido abordado numerosas veces por la literatura de nuestra época, en la que tanta importancia se ha dado al culto de la personalidad del creador, o sólo o no tanto por razones mitológicas, sino también por los intereses comerciales que derivaban en un mercado que crecía y sigue creciendo de manera exponencial, casi nunca el novelista en cuestión adopta el punto de vista sombrío del falsario, salvo para denostarlo o para poner en entredicho los siniestros manejos del submundo artístico, la boba credibilidad del público o todo ello a la vez. Entre las excepciones, está la citada de Inoué, y, en 1973, la de la soberbia película F for Fake/Question Mark, de Orson Welles, aunque también la novela El malogrado, de Thomas Bernhard, si bien, en este caso, el fracasado protagonista, un brillante estudiante de piano, deslumbrado por el talento de un compañero, como lo estuvo Hosen con Keigaku, en vez de delinquir por opotunismo o resentimiento, se limita a abandonar el arte.

Absorbido por la ontológica mala estrella del falsificador, el frustrado biógrafo de Keigaku, según el relato de Inoué, demora fatigosamente el fin del trabajo hasta una década. Cuando ya está harto y a punto de abandonar, recibe, sin embargo, una inesperada iluminación, mientras contempla las montañas de Chugoku, el paisaje familiar del gran maestro y su falsario. "Estas pinturas", dice entonces el exhausto crítico de arte, refiriéndose a la naturaleza que entonces está mirando, "debían algo a Keigaku y a Hosen, y, no obstante, perduran en un pequeño mundo totalmente real sobre el que ninguno de los dos tenía el mínimo poder. En este mundo precisamente, las palabras auténtico o falso no significan nada". ¡Qué esencial es en arte no olvidar que lo único auténtico no es ni la obra, ni la firma del autor, sino lo que ha inspirado a ambos: lo real!