Con nombre impropio
ES CASI una tradición británica: cambiarse de nombre para matar por escrito. El asunto arranca ya en la novela gótica (Charlotte, Emily y Anne Brontë masculinizándose por recato en Currer, Ellis y Acton Bell para publicar Jane Eyre, Cumbres borrascosas y Agnes Grey) pero llega hasta nuestros tiempos y nada hace pensar que vaya a extinguirse alguna vez. Así, el reputado poeta Cecil Day-Lewis (padre del actor Daniel Day-Lewis) se convirtió en Nicholas Blake para poder llegar a fin de mes, el compositor de música Bruce Montgomery orquestó misterios como Edmund Crispin y, más cerca nuestro y en sus inicios, Julian Barnes publicó bajo el alias de Pat Kavanagh cuatro thrillers protagonizados por el detective bisexual Duffy. Casos más extremos son los de los seudónimos que acabaron siendo nombres propios: John LeCarré (bautizado como David Cornwall) buscó una máscara para que no lo asociaran con su pasado en la Inteligencia inglesa y P. D. James (Phyllis James White en su partida de nacimiento) pensó en durar sólo un libro para reunir el dinero que le permitiese dedicarse a la ficción "seria" pero... Y Ruth Rendell es también Barbara Vine. Y, seguro, el caso más extremo es el de John Creasey que -bajo 28 personalidades, la más famosa es la de J. J. Marric- escribió más de quinientas obras. Y, claro, siguen las firmas y los alias criminales.
El caso de John Banville -su hermano mayor, Vincent Banville, es un respetado autor de policiales firmados originalmente como Vincent Lawrence- es acaso el más interesante: un escritor consagrado y admirado por su estilo cambiando de rostro pero no de intereses. Porque, si se lo piensa un poco, buena parte de sus títulos (recordar El libro de las pruebas, El intocable, Eclipse, Imposturas, El mar) son, de algún modo, todos, enigmas a resolver.
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