La UE y el molesto ruido de los ciudadanos
La mayoría de los medios presta cumplida atención estos días a las trabas que Polonia y el Reino Unido están imponiendo a una suerte de versión reducida del tratado constitucional de la UE. Pena es que semejante recordatorio se haya convertido en una inteligente cortina de humo para ocultar algo a mi entender más importante: de la mano de las negociaciones en curso ha quedado definitivamente marginado cualquier designio de invocar la opinión de la ciudadanía en relación con esa nueva versión que el tratado se apresta a presentar. Pudiera parecer, de resultas, que el único problema que se revela en la UE de estas horas es la disidencia de dos de sus miembros, cuando sobran los datos para afirmar que tiene mucha mayor enjundia el hecho de que, una vez más, dirigentes políticos y tecnócratas se reserven a sí mismos las decisiones fundamentales.
Por lo visto, los responsables de la UE de estas horas prefieren esquivar cualquier amago de molesta participación popular en las discusiones. Hace algo más de un par de años, al amparo del aciago referéndum español sobre el tratado constitucional, se repitió a menudo que el no era una posición insostenible, toda vez que, al fin y al cabo, un 80% del tratado en cuestión recogía textos que ya habían sido aprobados, con anterioridad, por la UE. Qué curioso es que pocos se percatasen de que ése era un argumento de ida y vuelta: lo que revelaron los resultados -y, más que ellos, las campañas previas- de los referendos francés y holandés es que muchos ciudadanos, por fin medianamente informados de lo que rezaba ese 80% del articulado aprobado en las alturas, decidieron mostrar una franca repulsa al respecto. Tiene uno derecho a creer que lo que está cobrando cuerpo en estas horas es pan para hoy y hambre para mañana.
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