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Columna
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Los tránsfugas

Sólo desde el desprecio, la estupidez o la delincuencia se puede uno considerar dueño de lo que no es suyo. Así de claro lo veía Juan Urbano, cuando al darle el primer vistazo del día a este periódico que ahora usted o usteda tienen en sus manos, se encontró con la sombra oscura de los últimos tránsfugas de la Comunidad de Madrid, de un lado los tres ediles de IU que se abstuvieron durante la votación que debía haberle dado la alcaldía de Leganés al PSOE, para que el puesto fuese a parar a la candidata del PP, y del otro lado los dos concejales del partido socialista que le acaban de regalar el gobierno municipal de Villalbilla a los conservadores.

Una vez descartada la posibilidad de que la actitud de los desleales se debiera a la estupidez, porque esa opción no le parecía pertinente, se centró en los dos extremos de su argumento: el desprecio y la delincuencia. Se preguntó que es, por encima de todo, un tránsfuga. ¿Alguien que subestima a los ciudadanos que le han dado su voto hasta el punto de creer que en cuanto éste deja de estar en sus manos y entra en la urna electoral ya no les pertenece? ¿Alguien que comete un fraude porque pone en venta, o al menos al servicio de sus intereses, lo que no es de su propiedad? "Pues igual un 50% de cada cosa", se respondió a sí mismo, mientras terminaba su desayuno.

A menudo la clase política española tiene una incapacidad alarmante para solucionar problemas

La verdad es que a Juan Urbano le asquea el asunto de los tránsfugas, y le da igual si lo son a tumba abierta, de esos que en cuanto les conviene se cambian de partido como quien encesta la pelota en su propia canasta, o si lo son con disimulo, de los que siguen agarrados a la misma bandera pero sólo para traicionarla, como al parecer ocurre en Leganés y Villalbilla. Su opinión es que resulta necesario cambiar la Ley para que quede claro que las actas de diputado o concejal que van a parar a un partido político deben ser de ese partido, no de quienes lo representan, porque así se evitarían este tipo de traiciones y a esta clase de personajes que, al parecer, consideran que un escaño puede realquilarse, y tal. Menuda cara.

Dejar que un político que ha ganado su lugar representando durante la campaña a una formación concreta pueda cambiarse de bando, saltarse a la torera el programa de su partido y entregarle el poder a sus rivales, es como si se le permitiese a un catedrático de Literatura dar clase de Matemáticas a sus alumnos: puesto que he sacado las oposiciones y el puesto es mío, enseño lo que me da la gana. Y que no se pueda echar a la calle al tránsfuga es igual que si un entrenador no pudiera sustituir a un defensa de su equipo que se dedicara a colar goles en su portería.

¿Parece un disparate? ¿Y cuando se trata de algo mucho más serio, como la política, no lo es? Juan Urbano sintió esa pregunta correr por su cabeza como una mecha encendida.

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Seguramente el problema de que ese tipo de cosas pueda suceder cada vez que hay unas elecciones está, sobre todo, en lo que significa: que a menudo la clase política española tiene una incapacidad alarmante para solucionar problemas evidentes o, en el peor de los casos, no tiene el más mínimo interés en hacerlo. Seguramente los detalles y los porqués de lo que ha sucedido en Leganés y Villalbilla se irán sabiendo según pasen los días, pero la experiencia que tenemos de otros episodios parecidos a éste nos lleva a sospechar que detrás de todo se ocultan los mismos venenos de siempre: el dinero y el poder. ¿Aparecerá alguna trama de corrupción inmobiliaria al fondo de uno de estos dos casos? ¿Será el otro, quizás, el resultado de una turbia lucha de poder entre sectores de una misma coalición? "Como resulta que cualquiera de las dos opciones es la peor, qué más da", pensó Juan Urbano, que mientras regresaba a su casa se dijo que sólo hay algo peor que estar enfermo, y es no querer curarse. Por desgracia para todos nosotros, da la impresión de que a la política de nuestra Comunidad de Madrid le pasa justo eso y, por añadidura, le pasa desde hace muchos años sin que nadie parezca querer remediarlo. En esas manos estamos.

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