El economista inglés
En uno de sus editoriales de la semana pasada, The Economist se extrañaba de que todos los Gobiernos españoles se muestren "patológicamente hostiles" a aceptar la independencia de cualquier parte de su territorio (en referencia al País Vasco), en contraste con la actitud abierta de los políticos británicos ante esa posibilidad respecto a Irlanda del Norte (o a Escocia) si lo pide "pacíficamente una mayoría clara" de la población correspondiente. Ya en abril de 2005, tras las elecciones autonómicas vascas, el semanario inglés consideraba "miope" e incluso "contraproducente" que las autoridades españolas no escucharan "las demandas pacíficas de independencia".
El problema de Irlanda del Norte es un residuo del proceso de descolonización. Una solución estable (en el sentido de mejorar la situación anterior) de ese problema sería la desconexión de ese territorio respecto al Reino Unido para permitir una reunificación de la isla compatible con una amplia autonomía en el Ulster; siempre, por supuesto, que a ese desenlace se llegase por una vía pacífica y democrática (respetuosa con los derechos de las minorías en cada ámbito) como la que abre el acuerdo de Viernes Santo de 1997.
En el País Vasco, por el contrario, una solución soberanista sería muy inestable. Las encuestas y decenas de elecciones confirman obstinadamente la pluralidad de la sociedad vasca en todos los terrenos (incluido el territorial, con mayorías diferentes en cada provincia). Tal pluralidad no sería reducible sin conflicto a una opción binaria (independencia sí o no) en un referéndum de autodeterminación. Una solución autonomista es más estable porque refleja mejor esa realidad plural y es capaz de dar satisfacción a muchos más ciudadanos vascos, nacionalistas y no nacionalistas, que una fórmula independentista o soberanista; también la refleja mejor que la vuelta al centralismo.
Esa es una de las razones por las que han fracasado todos los intentos de poner fin a ETA mediante una negociación política: a diferencia de Irlanda, no hay margen para concesiones políticas que no sean abiertamente incompatibles con la pluralidad de la sociedad vasca. Dar satisfacción a las pretensiones de ETA (sobre Navarra o la autodeterminación) provocaría una situación mucho más inestable y seguramente con más violencia (de diferentes signos) que la actual. Por eso, como concluía el socialista Ramón Jáuregui al hacer balance del último intento, en el futuro, si volviera a presentarse la ocasión, "no cabe más diálogo que el dirigido a resolver las circunstancias humanas y operativas de la disolución de la banda" (El Correo. 14-6-07).
La actitud de los gobernantes españoles que The Economist encuentra incomprensible puede deberse menos a la persistencia de una mentalidad centralista que a su responsabilidad ante la suerte de los vascos no nacionalistas en una Euskadi separada de España. Pues incluso propuestas soberanistas no explícitamente independentistas, como el plan Ibarretxe, han mostrado la indefensión en que esos ciudadanos quedarían si, con la excusa de favorecer el fin de ETA, se pusiera en marcha un proceso de ese tipo. El pasado viernes el lehendakari reiteró en el Parlamento vasco su intención de convocar antes del final de la legislatura el referéndum (o "consulta") soberanista que plasma el "derecho a decidir", en los términos de su ya rechazado plan. Dijo que lo convocaría "haga lo que haga ETA", lo que de entrada supone ignorar el requisito de "ausencia de violencia" con que lo planteó en su día. El argumento fue que la apreciación de si hay o no violencia debe hacerla el Parlamento vasco al autorizar el referéndum.
Pero la "autorización para consultas populares por vía de referéndum" es una competencia exclusiva del Estado, según la Constitución. El plan Ibarretxe derogaba unilateralmente esa limitación, y se atribuía competencias para suprimir o dejar sin aplicación en tierra vasca leyes como la de Partidos que permitió la ilegalización del brazo político de ETA. En conjunto, el plan suponía eliminar casi totalmente la presencia del Estado en Euskadi, con el efecto de reducir la protección legal que esa presencia garantiza a todos los ciudadanos, sean o no nacionalistas. El lehendakari actúa como si su plan estuviera vigente y no hubiera decaido a raíz de su rechazo por el Congreso en 2005.
Tras su entrevista de ayer con Zapatero condicionó su apoyo al Gobierno en materia antiterrorista a la no aplicación de la Ley de Partidos y a un cambio en la política penitenciaria. También opinó el lehendakari que tras la ruptura de la tregua "la política es ahora más necesaria que nunca". Es necesaria en el sentido de lo que decía Josu Jon Imaz en un artículo publicado en EL PAÍS el pasado sábado: orientada a la "deslegitimación social del discurso del terrorismo y de los que lo justifican, diciendo claramente que la violencia no es derivada natural de problemas políticos existentes y que el futuro político de Euskadi no se puede negociar con ETA".
No es evidente que iniciativas como la consulta ilegal que plantea Ibarretxe, y que dividiría artificialmente a la ciudadanía, vaya a contribuir mucho a esa deslegitimación. Tampoco las deportivas elucubraciones de The Economist.
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